György Ligeti

György Ligeti

   La primera vez que escuché a György Ligeti tendría yo unos quince o dieciséis años. Por aquel entonces tenía un compañero de clase que estaba completamente obsesionado con La naranja mecánica y con todo lo que tuviera que ver con Stanley Kubrick. Fue él quien me descubrió a Ligeti, cuya obra había sido usada por Kubrick en 2001: Una odisea en el espacio y en El resplandor, y más tarde también en Eyes Wide Shut. El éxito de la película de Kubrick fue tan grande que Ligeti saltó de un relativo anonimato, como le pasó a Mahler con Muerte en Venecia, y se convirtió casi en un icono pop. Pues bien, mi compañero vino un día a clase con un CD de los de antes. En él había escrito a mano «Requiem de György Ligeti». Me lo puso por delante, junto con un reto: escucharlo solo, de noche, a oscuras y hasta el final. Una experiencia que, por supuesto, no recomiendo a nadie.

   «Extraño» es una buena palabra solo para empezar a describirlo. La extrañeza que produce arrancar la melodía y el ritmo de la música, como si se le pudiera quitar la piel a un ser humano y que continuara viviendo. Sin embargo, este compositor ha experimentado tanto y se ha movido siempre con tanta libertad que su obra es difícilmente clasificable en ninguna escuela o tendencia estética. Para muchos va más allá de la vanguardia o del postmodernismo. Decir que su punto de partida es la línea húngara que tiene como precedente a Bartók y que continúa en György Kurtág seguramente es insuficiente. Añadir su fascinación por la música antigua, especialmente la del siglo XIV, y por las músicas étnicas, tampoco parece decir mucho.

   No es fácil decir cuál de las composiciones de Ligeti destaca sobre las demás. El Requiem es una de sus partituras más emblemáticas, aunque personalmente tiene cierto sabor a primer beso. Otra de sus obras más conocidas es Atmosphères, seguramente porque fue usada por Kubrick para 2001: Una odisea en el espacio, junto con fragmentos del Lux aeterna y del Requiem. Hace unos años La Fura dels Baus representó en el Liceo de Barcelona su única ópera, Le Grand Macabre, basada en una pieza teatral del grotesco Michel de Ghelderode. La obra es un collage de sonoridades desde un conjunto de sonidos urbanos ‒la obertura arranca con una docena de bocinas de autos‒ hasta pequeñas citas distorsionadas de Beethoven, Rossini y Verdi. También merece ser recordado, por lo curioso del experimento, su Poème Symphonique para 100 metrónomos.

   Pero aunque escuchar a Ligeti produzca una angustiosa incomodidad, tiene algo misterioso y terrífico que lo hace subyugante. Desde luego, somos muchos los que necesitamos de vez en cuando pequeñas dosis de ese masoquismo musical. Todavía trato de preguntarme por qué. Seguramente tenga que ver con el hecho de que el efecto que produce su música ‒y siempre lo produce‒ suele ser más importante que el procedimiento por el que se ha llegado a ella. Hace que nos parezca que no tiene un principio ni un final, suspende el tiempo en una suerte de hipnosis y uno intuye que consigue superar los límites de lo audible. Nos pone en contacto con lo más profundo y oscuro de nosotros mismos. Eso es, quizá, lo que tanto nos horroriza y nos atrae al mismo tiempo.

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