Adolf Eichmann en el juicio

Adolf Eichmann en el juicio

   En mayo de 1960 Adolf Eichmann, uno de los mayores arquitectos del holocausto, responsable de la solución final y de los transportes de deportados a los Campos de Concentración, fue secuestrado y trasladado a Israel en la denominada Operación Garibaldi. Un año después Eichmann era juzgado y sentenciado a morir en la horca por crímenes contra la Humanidad. Eichmann alegó en su defensa que las acciones cometidas se habían realizado como resultado de una estricta obediencia a sus superiores. Eichmann llegó a afirmar: «No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, sólo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia. En aquella época era exigida la obediencia, tal como lo fue más tarde de los subalternos».

   El juicio tuvo un fuerte impacto mediático a nivel mundial y generó un acalorado debate en torno a conceptos como el de obediencia, el de sumisión o el del mal que prácticamente llega hasta nuestros días. Así, en 2008 el filósofo Michel Onfray publicó El sueño de Eichmann, precedido de Un kantiano entre los nazis, donde defiende que el pensamiento político kantiano ampara a Eichmann y que este tiene la obligación absoluta de obedecer y no tiene derecho a rebelarse.

   Tres meses más tarde del juicio de Eichmann, Stanley Milgram quiso demostrar si era posible que el antiguo jerarca nazi y su millón de cómplices solo siguieran órdenes y puso en marcha una serie de experimentos en los que medía la disposición de numerosos participante para obedecer las órdenes de una autoridad incluso cuando estas pudieran entrar en conflicto con su conciencia personal. El experimento de Milgram parecía demostrar que era posible que personas psicológicamente normales fueran expuestas a una gran presión bajo una figura de autoridad y que llegaran a torturar a inocentes.

   Otra de las conmocionadas por el juicio fue la filósofa de origen judío Hannah Arendt. Arendt asistió al proceso contra Eichmann como reportera de la revista The New Yorker y escribió una serie de artículos que serían el origen de su libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, publicado en 1963. Lo primero que le llama poderosamente la atención a Arendt es que la figura que se sienta en el banquillo de los acusados no parece un monstruo, tal y como cabría esperar en el que se suponía que era el mayor asesino de Europa. Eichmann, más bien, parecía más bien un hombre completamente normal, alguien que hubiera pasado desapercibido en la calle o en una cafetería. Peter Malkin, el agente secreto israelí que dirigió su arresto, declaró: «Eichmann era un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal, no tenía la apariencia de haber matado a millones de los nuestros».

   Según Arendt, Eichmann no poseía una trayectoria o características antisemitas y no tenía rasgos de una persona retorcida o mentalmente enferma. Llevó a cabo sus actos como resultado del cumplimiento de órdenes de superiores y llevado por deseo de ascender en su carrera profesional. Es importante señalar que Arendt no pretendía defender la inocencia de Eichmann ni disculparle sus terribles crímenes, sino señalar que estos no provenían de una infinita capacidad para la crueldad y que Eichmann no era un demonio sino un simple burócrata que cumplía órdenes sin reflexionar en sus consecuencias, un individuo activo dentro de un sistema totalitario.

   A partir de la descripción de Eichmann, Arendt desarrolló su polémica teoría sobre la banalidad del mal, en la que defiende que este no nace del individuo sino de las circunstancias, por ejemplo, cuando una persona actúa cumpliendo órdenes dentro de las reglas de un sistema que ampara maldades como torturas o ejecuciones.

   El concepto de Arendt ha sido ampliamente criticado por numerosos intelectuales, sobre todo israelíes, por considerar una irresponsabilidad aplicar el adjetivo «banal» a un asesino en masa o por interpretarlo como una justificación de las acciones de Eichmann. Incluso llegó a afirmarse que de la banalidad del mal se derivaba la posibilidad de que existiera un Eichmann dentro de cada uno de nosotros, a lo que Arendt se opuso defendiendo que cada ser humano es responsable de sus actos. Banalizando el mal Arendt no pretendía restarle importancia a los crímenes, sino describir un contexto, como el de los estados totalitarios, en el que el mal se oficializa y se aplica sistemáticamente de arriba hacia abajo sin cuestionarse. De hecho, lo que Arendt pretende es advertir contra esa banalidad del mal e intentar evitar que ocurra.

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