La destrucción de la literatura es algo tan antiguo como la propia literatura, pero cuando es el propio autor el que busca que su obra deje de existir hay algo de perverso en ese deseo que no llegamos a comprender bien del todo, como si fuera algo que va en contra de la naturaleza. Al fin y al cabo, si como dijo Emile Cioran «un libro es un suicidio aplazado», al destruirlo el escritor destruye también una parte importante de sí mismo. Sin embargo, es algo ha sucedido en repetidas ocasiones a lo largo de la historia de la literatura.
Los motivos pueden ser de lo más variados. Los más habituales son la insatisfacción hacia una parte o hacia la totalidad de la obra ‒bien porque sea de juventud, bien porque no esté acabada‒ o que el escritor tenga un carácter depresivo o destructivo y pase por un mal momento. En menor medida también pueden entrar en juego el miedo a posibles represalias, el temor por el futuro del legado u otros motivos aún más oscuros y difíciles de desentrañar.
Hay veces que los escritores dejan instrucciones para que tras su muerte su obra sea destruida. Es conocido el caso de Virgilio, que cayó repentinamente enfermo cuando consideraba que la Eneida todavía no estaba acabada. Antes de morir pidió tanto a su amigo Lucio Vario como al emperador Augusto que la destruyeran. Su petición fue desoída, para mayor gloria de la literatura occidental. Casi dos mil años después, antes de morir Franz Kafka escribió una carta a Max Brod, su amigo y albacea literario. En ella decía: «Querido Max, mi último deseo: Todo lo que dejo detrás de mí… es para ser quemado sin leer». Si Brod hubiera seguido las órdenes de Kafka casi toda su obra se hubiera perdido para siempre, pero por suerte no lo hizo. Otra parte de la obra de Kafka estaba en manos de Dora Diamant, su último amor. Dora cumplió la petición de Kafka solo en parte, pero la mayoría de sus escritos ‒con veinte cuadernos y treinta y cinco cartas‒ fueron confiscados por la Gestapo en 1933. Son los casos más conocidos, pero no los únicos.
Emily Dickinson, que murió en 1890, pidió a su hermana Lavinia que quemara todos sus papeles. Lavinia mandó quemar casi toda la correspondencia, pero entendió que su última voluntad no incluía ni sus cuarenta cuadernos ni sus hojas sueltas, con cerca de dos mil poemas que se empezaron a publicar ese mismo año. Si Lavinia hubiera sido más estricta siguiendo las órdenes de Emily casi toda su obra hubiera sido destruida.
Muchos escritores han renunciado y se han avergonzado de su obra primera, a la que han llegado a considerar poco más que pecados de juventud. Nathaniel Hawthorne renegó de su primera novela Fanshawe, a Tale e intentó destruir todas las copias que pudo, pero logró acabar con todas. Tampoco tuvo suerte Juan Ramón Jiménez, que se arrepintió de sus primeros libros modernistas, Almas de violeta y Ninfeas, y trató de robarlos de las bibliotecas de todos los que los habían adquirido.
No fue así con Thomas Hardy, que destruyó su primera novela, El pobre y la dama, después de que fuera rechazado por tres editoriales. Y lo mismo con James Joyce. Cuando tenía dieciocho años, el que para muchos es el mejor autor del siglo XX escribió un drama en cuatro actos titulado Una brillante carrera, un titulo que casi preludiaba lo que le tenía deparado el destino. William Archer, dramaturgo y crítico teatral escocés, le dijo que era demasiado difícil de seguir, así que Joyce la acabó destruyendo. Mijaíl Bulgákov quemó la primera versión de su obra más conocida, El maestro y Margarita, tras saber que otra de sus obras había sido prohibida. Según explicó en una entrevista, Francisco Ayala también destruyó sus primeros poemas, junto con sus pinturas, porque consideraba que no estaban a la altura. Cortazar fue también muy crítico con su obra primera y la destruyó casi por completo. Así lo hizo con sus dos primeras novelas, una infantil titulada Las nubes y el arquero y otra llamada Soliloquio, basada en una historia real protagonizada por él mismo sobre un profesor que se enamora de una alumna. También quemó una serie de cuentos que se llamaban La otra orilla, aunque algunos llegaron a publicarse. Intentó que no se reeditara su primer libro de poemas, una recopilación de sonetos titulada Presencia. Algunos de esos textos se recogen en el volumen Papeles inesperados.
Son especialmente incomprensibles las destrucciones basadas en repentinas conversiones religiosas. En 1848 Gógol hizo una peregrinación a Jerusalén, impulsado por sus profundas creencias cristianas ortodoxas. Tras volver, decidió abandonar la literatura y centrarse en la religión. Diez días antes de morir, muy deteriorado física y psicológicamente, quemó lo que llevaba escrito de la segunda parte de Almas muertas, su gran obra maestra, según el poeta Luis Tedesco «en la chimenea de su confortable cuarto de trabajo». Algunos fragmentos sobrevivieron y más tarde fueron publicados. Por su parte, Gerard Manley Hopkins quemó parte de su poesía después de un despertar religioso similar.
Algunas obras según parece se han salvado in extremis. Pasó con Carrie de Stephen King, una novela que nació como relato corto para la revista Cavalier después de que la esposa del escritor le lanzara el reto de escribir una historia protagonizada por una mujer. Cuando llevaba tres páginas escritas las tiró a la basura. Fue su mujer quien las rescató y le obligó a terminar la historia que después se convertiría en novela. También pasó con Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato. No era la primera vez que el escritor argentino quemaba uno de sus manuscritos, pero cuando su mujer se enteró de lo que pensaba hacer le convenció para que publicara la novela.
Más recientemente hemos tenido ocasión de ver otro ejemplo. A su muerte Nabokov dejó instrucciones para que el manuscrito inconcluso de su última novela, El original de Laura, fuera destruido. Vera, la viuda de Nabokov optó por conservarlo y el manuscrito permaneció en la cámara acorazada de un banco suizo hasta el 2008. En abril de ese mismo año Dmitri Nabokov, hijo y albacea literario del escritor, comunicó a la prensa su intención de publicar la obra. La novela fue efectivamente publicada al año siguiente. Este episodio dio lugar a un interesante debate sobre quién es el verdadero dueño de la obra, si se debe respetar las voluntades últimas de los escritores y si es acertado publicar esbozos o textos inacabados. La cuestión no es baladí. Solo hay que pensar que Hemingway barajó cuarenta y siete finales alternativos para Adiós a las armas antes de quedarse con el definitivo. ¿Hubiera sido justo con el escritor quedarse con la primera versión? ¿Hasta qué punto tiene derecho un autor a decidir el destino final de su obra y en qué momento esta deja de pertenecerle y pasa a ser dominio de la humanidad?
[…] Pero lo traigo aquí porque no puedo dejar de preguntarme qué más podría haber hecho este tío. ¿Qué nos hemos perdido? Y, sobre todo, ¿cuántos otros “Rodríguez” habrá habido por ahí? El tiempo borra a los que no valen, desde luego, y de vez en cuando rescata a algunos que sí. Pero no me creo que ocurra con todos los que lo merecen. No hay Max Brodes en el mundo para tantos Kafkas. […]
[…] Escritores que quisieron destruir o que destruyeron su propia obra […]
Bueno, es un tema muy complejo. Si bien debería ser el propio autor quien tuviera potestad absoluta sobre su obra, también es cierto que ningún autor valora con suficiente objetividad sus textos. Tanto si estos son grandiosos como si no, el autor siempre será muy subjetivo y eso conduce, inevitablemente, al irrefrenable deseo de destruir (o, por contra, a insistir en publicar). No me parece justo que se vulneren los derechos de nadie y sé que de haberse cumplido la voluntad de estos geniales autores no habríamos conocido jamás sus obras, pero, por otra parte, también me parece poco honesto desobedecer sus deseos. Esas personas confiaban en que se respetasen. Es un asunto complicado… Lo que voy a decir es horrible, pero yo los haría publicar siempre que fuesen de otro. Gracias. Un saludo.
Muy buen artículo. Enhorabuena.
[…] Juan Ramón Jiménez deseó eliminar todos los ejemplares de sus dos primeras obras allá donde estuvieran, aunque tuviera que ir biblioteca por biblioteca; no fue el único, sobre este tema podéis encontrar amplia información en un excelente artículo del blog “La Piedra de Sísifo”. […]