Galletas que Baldessari cocinó con las cenizas de su obra

Galletas que Baldessari cocinó con las cenizas de su obra

   A raíz de un artículo que escribí no hace mucho sobre escritores que quisieron destruir o que destruyeron su propia obra se me ocurrió la idea de plantear un paralelismo con el mundo del arte. No es que yo considere que los escritores no sean artistas, pero de entrada parece que existen algunas diferencias significativas entre destruir un libro y una pintura. Acabar con un libro es más complicado porque significa destruir el manuscrito original y todas las copias que se hayan hecho de él; sin embargo, en el caso de una pintura, su singularidad hace que aniquilar el original sea suficiente por muchas copias que existan. Por lo demás, las motivaciones que llevan a unos y a otros a tomar este tipo de decisiones pueden ser muy parecidas.

    Uno de los principales motivos coincidentes es el deseo de acabar con todas las huellas de la obra de juventud, que, primeriza e inmadura, no hace justicia a los trabajos posteriores. El año 1967 supuso un punto de inflexión en la vida de Agnes Martin. En plena éxito, decidió abandonar el bullicio de Nueva York y trasladarse a un remoto lugar en Nuevo México. Regaló entonces sus herramientas artísticas y destruyó todas las pinturas que tenía en su loft. A continuación empezó a buscar lo que quedaba de sus primeros trabajos, muchos de los cuales se habían exhibido en las galerías de Betty Parsons, con la intención de destruirlos también. Berthe Morisot destrozó casi la totalidad de sus primeros trabajos para borrar las huellas de Corot en su pintura. Georgia O’Keeffe también acabó con parte de su obra por motivos similares.

   Pero no es solo el artista maduro el que puede destruir esas primeras obras; los arrebatos de juventud pueden llegar a tener consecuencias muy perjudiciales. Robert Rauschenberg tenía unos 20 años cuando un crítico le sugirió que arrojara su trabajo al río Arno a raíz de una exposición en Florencia en 1953. Ni corto ni perezoso Rauschenberg le hizo caso. Con unos 30 años el pintor Gerhard Richter destrozó con una navaja unos 60 lienzos que según el diario Der Spiegel podrían llegar a tener un valor de unos 665 millones de dólares en la actualidad. Por otra parte, en 1954, cuando tenía 24 años, Jasper Johns destruyó todo su trabajo hasta la fecha porque descubrió que se parecía al de Kurt Schwitters y él quería hacer algo original. Cuando no estaba contento con su obra simplemente la tiraba a la calle. Aunque quizá conviene guardar ciertas precauciones, no vaya a ocurrir lo que le pasó a Pat Steir, que tiró una de sus pinturas y más tarde volvió a encontrársela en el mercado.

Tubos de ensayo con las cenizas de las obras de Susan Hiller

Tubos de ensayo con las cenizas de las obras de Susan Hiller

   La autocrítica y la autoexigencia son otros peligrosos compañeros de trabajo para algunos artistas, sobre todo cuando no se sienten plenamente satisfechos y deciden borrar para siempre aquellas obras que no cumplieron las espectativas. Francis Bacon destruyó una gran parte de su trabajo anterior a 1944 y continuó haciéndolo a lo largo de toda su vida. Tras su muerte se encontraron fragmentos de lienzos en su estudio. La cotización de las obras de Bacon se dispararon en los años 90, y aunque los 54 millones de euros que pagó Román Abramóvich por uno de sus cuadros sean excesivos, sus pinturas pueden llegar a alcanzar cifras astronómicas. Por el mismo motivo Georges Rouault destruyó más de 300 piezas y Frederic Remington acabó con algunas de sus mejores pinturas poco antes de su muerte en 1909.

   Determinados artistas son autodestructivos por naturaleza. Le ocurre por ejemplo a Claude Monet, que destruyó por lo menos 30 lienzos, algunos importantísimos dentro de su ciclo de nenúfares. Paul Cezanne acabó con muchos de los lienzos que había pintado durante los seis meses que estuvo en París. Por su parte, Willem de Kooning no tenía ningún problema en ir destruyendo cuadros uno detrás de otro en busca de una identidad propia.

   Caso aparte es el de Miguel Ángel, uno de los artistas autodestructivos más paradigmáticos. Antes de los 30 años había completado sus dos esculturas más famosas, el David y La Piedad, además de realizar la que se considera la gran obra del Renacimiento, la Capilla Sixtina. Pero Miguel Ángel era un personaje lleno de vanidad y además consideraba la pintura como un arte menor. Fue la unión de estos dos elementos lo que provocó que la inmensa mayoría de sus dibujos acabaran en la hoguera. En su concepción del genio artístico verdadero no encajaba que la obra de arte fuera el fruto de un trabajo concienzudo y muchos de esos bocetos eran la constatación de la planificación, del esfuerzo y del trabajo duro. Así que en el mejor de los casos los mantuvo en secreto cuando no los quemó.

   En última instancia el arte tiene la capacidad de convertir la destrucción de la propia obra en una nueva obra. En 1970 John Baldessari quemó todas las pinturas que había hecho entre 1953 y 1966 como parte de una nueva pieza titulada Proyecto de cremación. Una parte de las cenizas resultantes fueron exhibidas en el Museo Judío de Nueva York y con otra horneó unas galletas que colocó en una urna que donó, junto con la receta, al Museo Hirshhorn en Washington en 2005. Un par de años más tarde, en 1972, Susan Hiller hizo lo mismo y colocó las cenizas de sus pinturas dentro de tubos de ensayo con tapones de goma. En otra serie cortó sus lienzos y los convirtió en libros.

   Las pérdidas no ya monetarias, que también, sino para la historia del arte son incalculables. Es casi inevitable lamentarse por no haber estado presente en el momento precioso y de haberse acercado al artista diciéndole «dámelo, que ya te lo tiro yo». La cuestión de la legitimidad de un artista a la hora de destruir su obra va en paralelo a la del escritor. Para Barbara Haskell, historiadora de arte y curadora del Museo Whitney de Arte Americano, el artista tiene todo el derecho de decidir el destino de su obra, sobre todo teniendo en cuenta que el exceso de cantidad y la mezcla de alta y baja calidad pueden llegar a saturar la experiencia artística y a la larga pueden llegar a dañar la reputación de algunos artistas.

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