Este pasado junio el Museo de Arte Americano del Smithsonian organizó un concurso para rediseñar el Gran Salón de la Galería Rewick en el que participaron cinco empresas. La ganadora fue la firma Applied Minds, que presentó un avanzado sistema de proyección de imágenes en alta definición que, junto a una estratégica red de altavoces, permite crear entornos virtuales, envolventes e interactivos. Básicamente consiste en aprovechar todas las superficies de la sala ‒techo, suelo y paredes vacías‒ para proyectar sobre ellas cualquier cosa. Las posibilidades son prácticamente ilimitadas, desde un bosque hasta un recorrido por las calles de Washington o una panorámica aérea de la ciudad.
En esta sala camaleón, que empezará a construirse en marzo del próximo año, el artista puede llenar el espacio de forma completamente creativa y convertirlo en lo que él quiera con absoluta libertad, como si fuera un lienzo en blanco. Según Elizabeth Broun, directora del museo, la idea es animar al público a volver una y otra vez, esperando encontrar algo nuevo y distinto en cada visita.
Pero al mismo tiempo da pie a una reflexión sobre hasta qué punto puede afectar la tecnología a los museos y a su relación con el arte ¿Qué pasaría si se alcanza un sistema de proyección donde la reproducción de la obra fuera completamente indistinguible de la original? Si bastara con proyectar sobre las paredes copias de obras de arte para conseguir que la experiencia fuera exactamente la misma que cuando se contempla la verdadera. ¿Tendría entonces sentido visitar distintos museos o sería suficiente con pasarse por ese museo que pudiera contener cualquier obra de arte en sus paredes con solo apretar un botón? Si el museo mutante puede ser cualquier cosa, ¿acaso no puede contener a todos los museos?
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