Según Wittgenstein, nuestro lenguaje representa los límites de nuestro mundo. En efecto, así es. Tanto nuestro lenguaje como nuestra cultura condicionan la manera en que percibimos nuestro entorno.
Muchos investigadores han dedicado toda su vida al estudio de este fenómeno. No nos debería extrañar que una cultura carezca de denominación para un concepto que, simplemente, sus miembros no contemplan. Sin embargo, esta misma cultura puede dividir nociones que para nosotros forman un todo, y por tanto, utilizar varias palabras para un fenómeno que en nuestra cultura solo recibe un nombre. Esto también sucede con los colores. La percepción del color no es un hecho universal y su simbología varía según nuestro modo de ver el mundo. Un experimento de la BBC ha demostrado que la tribu himba, que se ubica al norte de Namibia, es capaz de distinguir tonos de verde que los occidentales no podríamos diferenciar. No obstante, en su lengua azul y verde comparten el mismo nombre, el agua y la leche son blancas y el cielo es negro (muchas son las culturas que consideran que el azul es un matiz del negro).
Por otro lado, en Japón no se introdujo la palabra midori (‘verde’) hasta hace un milenio. Como consecuencia, hoy en día los japoneses cruzan los semáforos en azul y comen verduras azules. Asimismo, los rusos tienen denominaciones para matices de azul que nosotros no distinguimos.
Uno de los pioneros en el estudio de estas diferencias fue William Ewart Gladstone, quien fue Primer Ministro del Reino Unido en el siglo xix. Este sentía una especial predilección por Homero, figura que estudió a lo largo de toda su vida. Le inquietaba, sobre todo, que para el poeta griego la miel fuese verde, las ovejas violetas y el mar tuviese «el color del vino». Se apunta que estos nombramientos, para nosotros ilógicos, se debían a la ausencia de una terminología del color establecida, ya que el sentido del color en aquellos tiempos no estaba tan desarrollado como el nuestro. Lazarus Geiger fue un gran discípulo de Gladstone. Este alemán estaba convencido, incluso antes de la aparición de los escritos de Darwin, de que la naturaleza se regía por el proceso de evolución. Por esta razón, estudió textos de diferentes civilizaciones antiguas y demostró que estas también percibían el color de un modo distinto al nuestro, por lo que la hipótesis de que Homero fuese daltónico quedaba descartada por completo. A modo de ejemplo, apuntó que en el Antiguo Testamento se habla de «caballos rojos». En la actualidad, este estudio ha sido continuado por personas de la talla de Michel Pastoureau. Su Diccionario de los colores es una gran obra de referencia dentro de este campo.
En conclusión, la simbología que le atribuimos a un determinado color repercute en todo lo que nos rodea, y en nuestro entorno también se encuentra el arte. Pensemos en una obra maestra del arte europeo occidental: en El matrimonio Arnolfini, de Jan Van Eyck, Jean Cenami lleva un elegante vestido verde porque este color representa la fertilidad. Este artista flamenco, asimismo, pintó la ropa de la cama de rojo porque este color denota pasión en su cultura. Pero, si nos sumergimos en otro modo de contemplar la vida, veremos que el rojo no se interpreta de la misma forma. ¿Qué color reina en los barrios y restaurantes chinos que encontramos por todo el mundo?, ¿por qué la Ciudad Prohibida, palacio imperial chino, se erige ante nuestros ojos en un imponente color rojo? En este caso, el rojo goza de una posición privilegiada, y se asocia con el poder y con lo sagrado. Tal y como afirmó Zeng Berliner: «Rojo es el color de la sangre y de la vida y está asociado con el Yang, lo positivo. Todo lo yang protege lo maligno y refuerza la vida». Queda claro, por tanto, que nuestra cultura nos influye sobremanera.
Había oído hablar muchas veces de la influencia del entorno en el desarrollo de la percepción del color (sobre todo el típico ejemplo de los tropecientos tipos de blanco y nieve que distinguen los inuit), pero sorprende ver cómo algunas culturas prescinden de gamas que a nosotros nos resultan indispensables (claro, que eso mismo imagino que pensarán los inuit de nosotros).
La relación entre la percepción y desarrollo del lenguaje me parece fascinante. Cómo culturas utilizan palabras intraducibles porque en la nuestra no «existe» ese concepto o ese matiz (no se le da la importancia suficiente como para asignarle una palabra).
Muy buena entrada. Un saludo