Hay algo que se le puede añadir al sufrimiento, una suerte de condimento que lo hará más terrible: la distancia. La distancia, el desconocimiento o la falta de información convierten una situación en una catástrofe.
Sonó el teléfono y no sé por qué supe que el timbrazo había atravesado el Atlántico como un rayo para explotar en mi apartamento. Descolgué y acerqué el auricular a mi oído.
―El Colorado se murió.
Recuerdo estar abrazado a mi padre, recuerdo también cómo él se golpeaba la cabeza contra la pared, abrazados, llorando en la oscuridad del pasillo: «¿Qué voy a hacer ahora?», repetía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Era una tarde lluviosa y el club de pescadores parecía un castillo abandonado, con su torreón envuelto en bruma y la pasarela de madera húmeda. El río estaba calmo, pero era una calma rara, una calma que no presagiaba nada bueno, eso hubiese pensado si mi cerebro no se hubiese detenido, hubiese pensado que el río tramaba algo, que la calma precede a la tempestad, como suele decirse, pero no lo pensé, mi cerebro se había detenido y hacía rato que contenía las lágrimas.
―Quiero que ustedes dos se queden aquí, él y yo iremos solos, quiero que esté solo y pueda pensar ―dijo mi tío Aristide.
Nos alejamos de las mujeres, las tocayas, las Gal·la, ambas cogidas del brazo, como un entierro, con un extraño rictus, yo también me agarré del brazo de mi tío, temía desmoronarme antes de tiempo. Temía que él no lo hubiese entendido, no mi tío, sino el río, el que dormía en el río.
Más tarde, pasados los años, nos han definido como amebas sentimentales, no sé si seremos esos seres unicelulares que dice, lo que sí sé es que lloramos mucho, nunca más he visto a mi padre llorar de esa forma y creo que yo lo he hecho en un par de ocasiones. «¿Querés que adelante el viaje, querés que me vaya mañana?». Quería que él no hubiese muerto y pensé que si mi padre estaba ahí él resucitaría, quería dormirme y que eso nunca hubiese sucedido. Pero dije que no; las lágrimas enturbian la mirada, enturbian los sentimientos. Así que dije que no, el Colorado no lo esperó por algún motivo, los tipos como él deben morir solos, deben morir sin que nadie les vea marchitarse, se les debe recordar con la camisa desabrochada y el pelo brillante, con la sonrisa socarrona y la copa de vino. Deben morir solos. ¿Deben morir solos?
Como un criador de palomas que suelta por primera vez a una cría para que vuele, Aristide me soltó el brazo y yo seguí caminando, sin mirar atrás. Me agarré de la barandilla de madera y me sujeté, las piernas me flaqueaban. Primero sonreí, recordé que cuando mi padre años atrás estaba en el mismo lugar donde yo estaba me dijo: «Se bebió el río, también se bebió el río», había marea baja y la orilla había crecido. Miré y la orilla era más ancha de lo normal, por lo menos más ancha que en mis otras visitas al río; era cierto, se había bebido el río, fue entonces cuando sonreí, pero más tarde no pude hacer otra cosa que llorar, en silencio, intentando disimular las ganas de vomitar e intentando deshacer el nudo de mi estómago. Intentándolo, simplemente intentándolo.
«Es curioso — dijo mientras descorchaba una botella de vino tinto—. Es curioso cómo los truhanes se endulzan con la muerte». Sirvió vino en dos copas y se acercó a mí. «En vida no dejan de mandarse cagada tras cagada, de arruinar relaciones, de ofender a quienes supuestamente más quieren, de tomarse todo el vino de los bares y cagarse a trompadas y por arte de magia, la vejez y luego la muerte los redime». Mi padre hablaba con la copa en la mano y miraba intermitentemente el vino que contenía y a mí. «¿Comprendés?».
Deshice mis pasos y me volví a agarrar del brazo de mi tío. Que en realidad no es mi tío carece de total importancia; sin estar presente mi padre podría llamarse padre, pues su comportamiento conmigo se asemeja bastante al que tendría un padre con un hijo, así que es totalmente indistinto. Me envolvió con las manos frías y miré sus diminutos ojos sin cejas, cejas inexistentes, cejas tapadas por un gorro de lana que le cubría la redonda cabeza pelada, y me sonrió: «Está todo bien —me dijo—. Ya pasó todo, ¿te sentís bien?», «Como una mierda», le respondí, «Y si…». Me llevó como una viuda desconsolada hacía el coche, allí nuestras tocayas nos esperaban con una sonrisa relajada, como su hubiesen estado aguantando la respiración todo el tiempo que estuve mirando el río. Mi Gal·la me abrazó, la suya le acarició la cara, la mía parecía orgullosa de su ameba, me besó en la boca y me quitó con el pulgar la última lágrima de mi mejilla.
―¿No es un fenómeno?
―Lo es.
Ya habían pasado meses de nuestro regreso y años de la muerte del Colorado. Mi padre hablaba de Aristide, del tío Aristide, del bueno de Aristide, del cabal de Aristide, no podía ser de la familia, no era una ameba, sabía cómo tocarte la cara, cómo hablar y qué decir, sabía el espacio que se necesita para cada cosa. «Es un fenómeno», repitió. Descorchó la botella, otra botella, si se debe celebrar la muerte de un alcohólico se debe celebrar bebiendo; eso no lo dijo él, lo pienso yo.
―Date cuenta, hijo, que lo de tu abuelo no es normal.
―¿Cómo?
―Se comportó como un hijo de puta y aun así conservó a gente que le quería.
―¿Lo de los truhanes?
―Sí, bueno… eso es medio una pelotudez. Si te comportás como un hijo de puta, te tratarán como un hijo de puta. A la gente hay que cuidarla, pibe.
―Como…
―Como el tío Aristide.
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