Plato de callos

Plato de callos

   Intentaré tener tacto, sé perfectamente por el momento que está pasando. Yo mismo lo he sufrido, por ese motivo seré cariñoso, tendré cura de mis palabras y no se me ocurrirá decirle que es un gordo infecto que no ha cuidado de sí mismo en la vida y que de aquellos polvos estos lodos y que ahora jódase y a comer verdura hervida. No lo diré, pues no me gusta insultarme a mí mismo.

   Si está leyendo esto y se siente identificado, se encuentra en una situación peliaguda. No hará mucho que le habrán hecho unos análisis de sangre y es probable que para licuarla la hayan tenido que derretir en una cazuela como si fuese manteca colorada, eso ya es un indicativo, pero usted ha esperado hasta que el médico, ese eterno enemigo de personas como usted y como yo, revise los resultados. En efecto, el doctor lo miró por encima de las gafas, lo ha mirado con sorpresa, pues es extraño que haya podido llegar por su propio pie hasta la consulta, es más, es aún más sorprendente que usted no luzca un flamante traje de pino o conglomerado, según su estatus. El facultativo, dejará suavemente los papeles sobre la mesa, intentando no hacer movimientos bruscos, no quiere que se asuste antes de tiempo y que el tubérculo grillado que un día fue un corazón explote, y le dirá lo más suavemente posible que no tiene ni la más remota idea de lo que está haciendo, pero que es condición sine qua non que deje usted de hacerlo.

   Abandonará la consulta con aire aturdido, le han descuajeringado su modo de vida, arrastrará los pies por la calle, con aire de juguete roto, sujetando entre las manos sus análisis y una dieta estricta que debe seguir antes de hacer unos nuevos análisis, donde se determinará si usted puede sobrevivir comiendo alfalfa o deberá medicarse de forma crónica.

   Hay dos opciones, la primera ―y para este texto le servirá de poco― es hacer caso omiso de lo que le ha dicho el doctor e irse al bar, mala hierba nunca muere y lo que tenga que pasar pasará. La segunda, que sea usted un tipo que, a pesar de sus evidentes excesos, tiene respeto a la parca y no quiere que aparezca con su manto negro y su guadaña mientras duerme la siesta veraniega y por ese motivo tomará cartas en el asunto.

   Pero, y cuando digo pero quiero decir ¡PERO!, un hombre de su reputación, un tipo aguerrido como usted, no puede irse por la puerta chiquita, por atrás como un perdedor, como un don nadie, así que tomará una determinación, y aquí sí que le serán útiles estas instrucciones: usted se cortará la coleta, colgará los guantes, abandonará el edificio como Elvis Presley en su último concierto con un enorme, suculento, calórico plato de callos.

   Comencemos por el principio. Debe usted vestirse de forma adecuada; el uniforme oficial debería ser una camisa de cuadros y un pantalón de pana, pero puede ser sustituido por una camiseta de algodón y unos pantalones de hacer deporte para gordos, también conocidos como «los pantalones de comer», que tienen la extraordinaria característica que se dan de sí.

   Una vez haya elegido el atuendo deberá proceder a la compra; no escatime en gastos, recuerde que es la última y que, por ello, debe ser la mejor. Aunque no esté acostumbrado a hacer la compra, debe obligarse a ello; esto no es ninguna tontería, es una procesión. Comience por las hortalizas, que son las menos apetitosas, pero no por ello menos importantes para nuestro cometido. Laurel, pimentón (dulce y picante), dos cebollas grandes, un tomate maduro y una cabeza de ajos. Una vez haya charlado distendidamente con la verdulera abandone el local y acuda sin prisa pero sin pausa (recuerde su débil corazón) a la carnicería. Ahí deberá entretenerse más, deberá intercambiar chistes con el carnicero, pero tenga en cuenta algo: el dependiente nunca debe saber que esa es una despedida, no debe sospechar que usted, como un elefante moribundo, está haciendo el recorrido hacia el cementerio del pollo a la plancha, ¡mantenga la compostura, carajo!

   Señale con el dedo y sonría. Dígalo alto y claro, que le oigan los demás clientes, que se digan: «Hay que ver lo que come este tío». «Un quilo de callos, un quilo de morro, una tapada de ternera, deshuesada, un cuarto de quilo de jamón, del bueno, ¿eh?, un chorizo de cantimpalo y una morcilla, si puede ser asturiana». Claro que sí, hágalo como si fuera la… Hágalo con ímpetu.

   Recuerde el título de este manual, «Instrucciones para el enfermo que debe comerse el último plato de callos», no es un recetario de cocina. Doy por sentado que, debido a su estado, sabe cómo deben prepararse unos callos y me ahorraré recordarle el modo cómo debe lavar el género de casquería y demás intríngulis del plato.

   En fin, ya está en la mesa, ha abierto una buena, buenísima, botella de vino tinto y ya le ha dado un par de sorbos para que su boca se prepare para lo que viene. Habrá ocupado un minuto en cortar en pan, no es interesante que se le enfríe el plato mientras usted hace una tarea que ya debería estar hecha. El plato aparece en la mesa: huela, aspire, si quiere puede llorar, en estas situaciones está permitido, utilice la mano para acercar los vapores a su hocico y relámase.

   Todos tenemos uno, y usted deberá haberlo seleccionado previamente, me refiero a su tenedor favorito. Si le tiembla el pulso haga de tripas corazón (nunca mejor dicho) e hínquele el diente de una maldita vez. Lo sé, yo también lo he vivido, aparte los sentimientos por un momento, empuje ese pedazo de víscera con la lengua, aplástelo contra el paladar y deje que sus jugos se esparzan por el cielo de su boca que, como dice la canción, es el purgatorio, deje que el caldo juguetee entre sus dientes y que descienda gracioso y travieso por su cuello.

   ¿Qué más puedo decirle? Estamos como estamos porque sabemos lo que hacemos (depende del prisma, pero que le den por ahora a los demás primas), usted ya sabe lo que hay que hacer: muerda, lama, unte, moje, saboree, paladee, sienta, ría, llore, recuerde, piense, rebañe, escarbe, sorba, mastique… Porque… Ave, colesterol, morituri te salutant.

Comentarios

comentarios