Comprendió a su bisabuela al cumplir la edad en la que ella murió. Sentada junto a él, en la mesa de la cocina, haciendo muñequitos con miga de pan.
―Creo que ya está todo, nene, fui madre, me hicieron abuela y ahora vos sos mi bisnieto. Ya está todo, estoy cansada, yo… ya me puedo morir.
Y se fue a dormir y nunca despertó.
Hay ciertas cosas que uno jamás podrá entender hasta que no las viva, y eso se aprende viviendo. No sabe lo que es el dolor de la pérdida de un ser querido hasta que lo pierde, no sabe lo que se siente al estar enamorado hasta que conoce a la persona. Y no sabe que ha llegado su momento hasta que llega.
Pasar página, eso es. Uno alcanza el cénit y sabe por fin que ha llegado el momento, el momento de soltar aire, de desinflarse, y de no tomarlo nuevamente.
―Chau, Saúl ―dijo el joven poeta.
Él lo miró sonriente, el joven nunca lo había visto sonreír de ese modo. Sentado junto a la ventana, como siempre, con el eterno cigarrillo entre los amarillentos dedos índice y corazón, con el jersey de lana gris, con su gato enroscado sobre una manta junto a él. Sonreía, una sonrisa placentera, una sonrisa sincera, plena.
―¿Estás bien, Saúl?
―Macanudo.
Se levantó lentamente dejando caer la ceniza del cigarrillo en el cenicero de madera y se acercó a la mesita de café. Arrancó la hoja del bloc: dos columnas de números encabezadas una por su nombre y la otra por el del muchacho. Sostuvo la nota, la dejó en la mesa, cogió una pluma y la firmó.
―Para vos.
Sonrió mientras se guardaba el papel en el bolsillo y observó cómo el viejo se sentaba lentamente, de nuevo junto a la ventana, y dejaba colgar el brazo izquierdo para que el gato le lamiese la punta de los dedos.
―Gracias, pibe.
El joven cerró la puerta del despacho de Saúl. Y por fin el silencio, el crujir de la suela de los zapatos contra el suelo de madera, el portazo de la puerta de entrada y el silencio. El gato, viejo y encorvado, se desperezó, anduvo desorientado durante un instante y entonces pareció comprender. Maulló, un largo maullido mirando a su amo desde abajo, desde el piso. «Vení», le dijo Saúl, golpeando su regazo con la palma de la mano, y el gato, dando uno de sus crujientes saltos de vejez, se encaramó y se acurrucó sobre las rodillas del viejo, junto a la ventana, como siempre, observando las nubes grises del cigarrillo que se difuminaban en el ambiente.
Pensó entonces que no hubiese funcionado de ninguna otra forma, que el tiempo, como todo, le tenía preparado ese final y que él jamás lo hubiese podido forzar. Quizá una vez se le ocurrió dejarse ganar, no poner esa palabra, dejar que el muchacho lo venciese con una esdrújula, pero no hubiese sido justo, ni para el muchacho ni por supuesto para él. Así que esa vez también ganó y, formando parte del ritual, Saúl tamborileó sobre el tablero, indicando que la partida había terminado y que el muchacho una vez más tendría que volver.
Ahora, sentado en su despacho, recordaba cómo momentos antes el joven poeta se había quedado sin aliento al colocar la última letra y al hacer el cálculo mental que lo conducía irremediablemente a la victoria. Encendía un cigarrillo con la colilla de otro, acariciaba el gato, que no cerraba los ojos como acostumbraba a hacer bajo los arrumacos de su dueño, pues esperaba el momento, que no tardaría en llegar, ahora en ese lugar, en el lugar de siempre, ya estaba tranquilo, ya podía pasar página. Ya lo tenía todo y ya no había nada.
El muchacho había aparecido hacía cinco años, una mañana de domingo, quería entrevistarlo para un trabajo de la universidad, un trabajo de poesía. «Pero yo no soy poeta», le mintió. El joven poeta lo llamó desde entonces y volvió, cada vez más a menudo, a ese despacho, a sentarse en los sillones enfrentados junto a la mesa de café de la que nunca desaparecían el tablero y las letras. Y nunca pudo ganarle hasta ese día, y nunca perdió el sentido del humor, y a cada partida, unas veces más, otras veces menos, se le acercaba. Y la puntuación iba siendo cada vez más pareja, y Saúl poco a poco parecía más relajado y el muchacho jugaba con más ganas.
Las partidas duraban horas, siempre con el diccionario bajo la mesa, con una nube de tabaco bajo el techo, con tazas vacías, con letras desparramadas, y Saúl sonreía cada vez más, veía cómo el muchacho inconscientemente se acercaba y cómo a cada partida él se sentía más libre, más ligero, como su bisabuela a cada nieto, a cada bisnieto, más cansada, más cansado a cada letra que se posaba sobre el casillero.
Apagó el cigarrillo en la montaña de colillas manchándose los dedos de ceniza, los sopló. El gato se sentó y maulló, él rodeó su cabeza con las manos y acercó su frente a la del felino.
―Ha sido una partida a letra o muerte, pibe.
Y el gato arrugó el morro, dio varias vueltas sobre él mismo, no se perseguía la cola, buscaba y no encontraba, el sentido le decía que ahí estaba, pero no alcanzaba a verla, por fin, como las campanadas de una iglesia, sonaron retumbando en el ambiente, uno a uno, índice, corazón, anular y meñique. El último tamborileo. El último suspiro, la última partida.
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