Feria de ARCOmadrid

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   Este es el tipo de artículo que me gustaría no tener que escribir, pero desde que el Gobierno anunciara el pasado viernes la rebaja del IVA en arte del 21% al 10% estoy escuchando y leyendo auténticas barbaridades. En general el arte es algo de lo que no se habla demasiado. Cuando se produjo la subida del IVA en el mundo de la cultura la gente se echaba las manos a la cabeza ante la perspectiva de pagar un 21% por una entrada de cine o un ebook. Sin embargo, pocas voces se escucharon en lo que respecta al arte, salvo quizá la de aquellos que estaban dentro del sector. Ahora bien, de vez en cuando el mundo del arte salta a los medios, normalmente más para mal que para bien, como cuando Lara Almarcegui presentó en la Bienal de Venecia, en plena crisis, un pabellón de escombros en el que se invirtieron 200.000 euros. Con la reciente bajada de la tasa de compraventa de obras de arte ha vuelto a pasar. Una vez más asisto atónito a la mala prensa que tiene el arte.

   Hay algo que muchos parecen haber descubierto con esta noticia y les molesta: que el arte no es una necesidad básica y que, según parece, es un lujo. Es evidente que por su propia naturaleza el arte tiene un importante componente elitista. No es algo nuevo ni mucho menos: en realidad así ha sido siempre a lo largo de la historia, aunque es cierto que en el siglo XX las reglas del juego se han llevado a un extremo que en ocasiones roza lo absurdo. Las obras de arte son muy caras ‒aquí te explico el motivo‒ y están tan unidas al mercado donde se mueven que no se puede atacar a este último sin llevarse por delante a las primeras.

   Eso es precisamente lo que se ha hecho en los últimos días considerando el arte ‒y entiéndase aquí la unión de obras de arte y mercado‒ desde un punto de vista puramente económico y pragmático. Según esta opinión, en el mejor de los casos, el sector es accesible solo a un reducido número de personas, poco transparente, un lugar donde no hace falta justificar demasiado el gasto de grandes sumas de dinero y, en el peor, es el heredero del ladrillo y el nuevo paraíso para que los especuladores blanqueen su dinero.

   Todo este cóctel de argumentos, al que habría que añadirle la falacia de equiparar el arte con productos de necesidad básica, es muy peligroso porque conduce inevitablemente a la conclusión de que el arte es superfluo, innecesario, y que es lícito quitarlo de un plumazo. Quizá parezca exagerado, pero, a fin de cuentas, qué utilidad tiene que un cuadro pintado por un tal Velázquez esté en un museo o en la colección de un señor rico. No es algo que vaya a darle de comer a mis hijos ni que vaya a sacarnos de la crisis. Y lo peor de todo es que he tenido que tragarme este tipo de argumentos, con distintas variantes, de comunicadores, divulgadores, periodistas, intelectuales y algún que otro gurú, muchos de ellos con bastante repercusión social.

   No soy tan inocente como para pensar que no haya una estrategia política por parte del Gobierno detrás de la bajada de IVA de este y no de otros sectores culturales, pero no hace falta derribar los cimientos del mundo del arte para denunciar esta situación. Por suerte, entre tanto ruido se han alzado voces sensatas que, al mismo tiempo que celebran esta bajada, piden lo que hay que pedir, equiparación, que el impuesto baje también en el resto de sectores.

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