David Carradine

David Carradine

   Veamos cómo se toman esto: La mujer no se reflejaba en el espejo del bar. Ahí está, para que sepan qué clase de historia voy a contarles, ya lo he dicho, ni un reflejo, nada. Y diré, además, que no era un vampiro; no, no lo era, y lo sé a ciencia cierta, pues me quité sinuosamente una tirita que tenía en el dedo meñique y ni siquiera la miró.

   ¿Que qué era? Pues una especie de funcionaria celestial. Fichaba sus ocho horas y todo. La terminología religiosa es ángel, pero, créanme, fue lo primero que le pregunté y me respondió casi ofendida que eso era un tópico ofensivo; estuvo a punto de irse cuando quise insistir. Me dijo que de ninguna manera aceptaría que la llamasen ángel, eso era discriminatorio para las demás religiones. Formaba parte de una especie de consorcio divino, un conglomerado de religiones que elegían a un portavoz, es decir, a un dios cada cuatro años, y la legislatura presente estaba a cargo de un representante de los pastafari. ¿Qué le vamos a hacer?, la democracia es así.

   En fin, yo salía de un entierro, el décimo en lo que iba de año; ya saben, era un año de esos. Y la señora no viva, no muerta, la burócrata del más allá, me abordó; al principio pensé que era una vendedora e intenté esquivarla, pero a cada esquina que torcía ahí me la encontraba. Solo hay una forma de conseguir que un servidor atienda y es ofreciéndole bebida, y esa mujer parecía saberlo, así que tras darle duro y parejo al orujo blanco era el hombre más receptivo del mundo.

   Sonreía intentando no babear (suele sucederme cuando empiezo a ir pedo) y decidí creer todo lo que me decía la mujer; no solo decidí hacerlo, sino que lo hice, es decir, que lo hice, perdón, quiero decir que no simulé hacerlo, sino que el orujo y yo lo creímos a pies juntillas. Creímos ver lo que veíamos: no verla reflejada en el espejo, creímos leer lo que leíamos en la tarjeta que nos entregó: «Organizador oficial de fallecimientos», creímos también que los pastafari reinaban democráticamente más allá de las nubes. Como también creímos, aunque nos hizo falta compartir un poco más de tiempo, al orujo y a mí, lo que decía el documento que puso sobre la mesa.

   —En un tiempo indeterminado, entre dos semanas y dos años, morirá —dijo por si no había entendido bien las palabras del papel.

   Cuando uno está ebrio se toma estas cosas de forma distinta; si hubiese estado sobrio, habría llorado, tan joven, con tantas cosas por hacer… Pero, borracho, sonreí y hundí la cabeza entre los hombros.

   —¿Qué se le va a hacer? Y ¿cómo lo hacemos?

   —Se lo ha tomado usted bastante bien.

   —Soy un hombre valiente. —Mentira, estaba borracho como un piojo.

   —Bueno, ¿cómo quiere morir?

   Tuve una novia, hace muchísimos años, que cuando ya llevábamos un tiempo saliendo me dijo que si yo no dejaba de estar enamorado de ella, podía acostarme con las mujeres que quisiera. Sé que lo dijo convencida de que soy un auténtico patán para ligar y mucho más para ligar teniendo novia, no se me da bien, pero, más allá de eso, el simple hecho de que me permitiera hacerlo me convirtió en el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, y eso es lo que acababa de sucederme en ese mismo instante: decirme que podía elegir la forma de morir, quizá por el alcohol ingerido, me había producido la misma sensación.

   —Pero ¿cómo?, ¿puedo elegir?

   —Verá, en esta nueva legislatura, los pastafari, con mayoría parlamentaria…

   —Así es la democracia.

   —Sí, ¿qué le vamos a hacer? Pues los pastafari han aprobado un nuevo estatuto que permite elegir a cierta clase de personas su manera de morir. Yo formo parte del catolicismo y a nosotros nos gustan más otra clase de cosas: terremotos, pandemias, ya sabe…

   En efecto, pedí otro orujo; vaso de tubo hielo y una buena dosis de orujo, eso me haría pensar mejor. Imagínense, uno puede elegir, y, claro, hay tantas formas de morir, que no se me ocurría nada.

   —¿Quiere que lo ayude?

   Sacó una especie de álbum de fotografías, como un catálogo, y resultó que era un auténtico catálogo de la muerte, estaban todas las clases de muerte ordenadas por categoría, algo realmente útil. Y elegí, vive dios, pastafari, budista o lo que fuera. Elegí entre cientos, pero les aseguro que elegí con cura una muerte, una cosa… extraordinaria, ¡muerte por asfixia autoerótica, como David Carradine!

   Tuve que perseguirla por la calle a riesgo de parecer un sonado, pues estaba persiguiendo a una mujer invisible para los demás, pero la perseguí, estaba en juego algo muy importante, la perseguí haciendo eses, pero la alcancé.

   —Usted es cristiano, por el amor de dios.

   Cristiano… Estoy circuncidado, tuve fimosis, eso me convierte en medio cristiano medio judío, ¿no? No le gustó, no le gustó nada lo de la asfixia. Me abofeteó con su mano invisible y me dijo que iría al infierno, que no pasaría ni por el purgatorio, directo al infierno, donde pagaría por mis pecados. Lo siento, siento tener que hacer este comentario, pero si mi organizador oficial de fallecimientos hubiese sido un hombre, esto no hubiera sucedido, ¿para qué me deja elegir si luego hará lo que ella quiere?

   —Usted morirá durmiendo, decreto ley y se acabó.

   ¿Durmiendo? ¿Qué mierda de muerte es esa? Así murió mi abuela y les aseguro que la muy… estará en el infierno a pesar de haber muerto plácidamente.

   Despareció, señores, desapareció como desaparece la bruma de la mañana y nunca jamás han pasado tanto miedo como yo, acostándose cada noche con ese miedo a la muerte. He intentado ahorcarme una docena de veces con el pene en la mano, pero… siempre sobrevivo. Ya no duermo y solo… maldita sea, maldita sea, qué suerte tuvo David Carradine, ¿quién debía ser su organizador oficial de fallecimientos?, ¿se podrá solicitar un cambio de organizador?

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