Una insatisfacción al querer escribir acerca de Walter Benjamín. Lo que me impide comentarlo pendula entre la admiración y el miedo. Al enfocarme, su figura me solicita como algún extraño permiso; tal vez alguna contraseña, como esas que los feligreses cristianos le ofrecen a sus santos y estampitas.
Creo que es cierta solemnidad la que me hace falta para poder acceder a su sombra. Sentimiento de pequeñitud frente al abismal misticismo que brota de él. Leer a Benjamín es sentarse frente a un extraño ángel que relee el hombre y la naturaleza. Sabemos que lo místico genera luz, además de un extrañamiento, una pasión, una empatía.
Benjamín da pista para el vuelo. Alguna parte de mí reacciona contra ello quizás por la linealidad de la razón: la historia. El método del aura, ese que hace ver lo que no se ve, que visibiliza el silencio, que ve las emergencias del tiempo y el espacio. Paralelamente, su método alquímico me produce admiración porque transforma la dialéctica materialista en una red metafísica. Además, sus abstracciones son más hermosas que insólitas.
Los textos de Benjamín están hechos para sacar la luz donde la oscuridad ha reinado por milenios. El haz de luz es manipulado, observado, interpretado; pero una vez aprehendido, es liberado para que vuelva a esa oscuridad primitiva ‒seguramente, el eco inevitable del progreso‒. Es verosímil afirmar que la fe estalla en todo lo que nombra Benjamin.
Cuando estudiamos estas operaciones, la realidad pierde toda batalla. Si los credos y las prédicas confesionales exorcizan las bajas pasiones terrenales, los ensayos del filósofo alemán prodigan «verdades» tan fugaces pero tan trascendentes, que nuestros espíritus logran ser purificados.
Digo que esa limpieza metafísica ofrece revelaciones; al mismo tiempo invita a que seamos esa piedra que ahora es pan; o mejor aún: que seamos capaces de disfrutar las correspondencias que se dan en los intersticios que el tiempo colocó entre la piedra y pan. Pierre Klossowski apunta: «En el porte de su cabeza Benjamín tenía la apariencia de Chantecler: el canto del gallo que incita al despertar de todos los espíritus libres».
¿Cómo admirar a los visionarios sino es entre esta doble llama, el temor y la admiración? No es mi intención ubicarlo en un pedestal; al contrario, su obra tiende a la humildad, a la bonhomía, a la solidaridad. Creo que es su carácter profético el que me hace temerlo. Cuando digo que algo me aleja de su poder iluminativo, es porque la fe es un acto obsesivo.
Ser obsesivo me aterra, confieso. Lo único que salva esta insatisfacción es la poderosa energía de sus textos: el lenguaje que va a contrapelo de todo. Acto poético de libertad. Me pregunto, al final, cuál ofrenda puedo acercarle en el rincón de la biblioteca. ¿Será un buen vino tinto? ¿Una taza de café? ¿Tabaco para su pipa? O, como en sus tiempos en Marsella en 1935, ¿un modesto porro?
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