Sospechosos habituales: de izquierda a derecha: James Joyce, Ezra Pound, John Quinn y Ford Madox Ford

Sospechosos habituales: de izquierda a derecha: James Joyce, Ezra Pound, John Quinn y Ford Madox Ford

   Como leí por ahí de alguien sabio que no recuerdo, ya sólo quedan diecisiete palabras que puedes pronunciar sin que se ofenda alguna clase de colectivo. Hace poco, un escritor recomendaba la entrevista que le habían hecho a otro, amigo suyo. La vendía con el hecho de que le había parecido muy dura, incendiaria y provocadora.

   Me intrigó. Salvo alguna honrosa excepción, las entrevistas a muchos escritores ‒y al resto de personajes públicos‒ me parecen copiadas y pegadas. Si se borraran los nombres, me resultarían intercambiables, cada vez más parecidas a las de futbolistas. Es una sensación personal, pero me ocurre y por eso ya apenas las leo. Pero bueno, el caso es que piqué en esta. Su sabor a vainilla era tan soso que pensé que, si eso es lo que entendemos hoy por no tener pelos en la lengua, es que se nos han olvidado las historias irreverentes de los que escribieron antes que nosotros. ‒Lo incendiario de la entrevista supongo que fue decir que la cosa no iba bien y los políticos no hacen su trabajo, y con palabras como esas‒.

   Hoy nos están mirando a todos constantemente. No el Gran Hermano, como muchos repiten a Orwell hasta la nausea, sino los demás, a través de redes sociales, blogs o televisión. Quizá es que todos nos hemos convertido en el hermano del Gran Hermano, no lo sé. Todos tenemos secretos e incorrecciones, yo por lo menos tengo mil cada día. Pero algunos parecen tener también el dedo rápido para juzgar a otros en aras de la corrección política, signifiquen lo que signifiquen esas dos palabras.

   Eso hace que todo sea tan apropiado, tan pintado sin salirte de las líneas, que no puedes evitar tener la sensación de que los escritores, cantantes, artistas y políticos son exactamente iguales. Clones manufacturados para agradar ‒vender‒ a todos y que no apasionan a nadie ‒repito lo de honrosas excepciones, pero ya no lo haré más, van implícitas‒.

   Hubo días en que los escritores, por ceñirnos a algo, no tenían mucho inconveniente en mostrar su lado irreverente. James Joyce, con esa pinta de señorito estirado que cultivaba, se emborrachaba en los bares de París y buscaba pelea con tipos más grandes que él, algo no muy difícil. Con sus gafitas y bigotito se acercaba y les insultaba beodo perdido. El otro se levantaba con media sonrisa porque, con un solo dedo, podía aplastar a ese alfeñique trajeado que hablaba tan raro. Y podía, por eso Joyce salía corriendo y se escondía detrás de otro y decía.

   «Encárgate de él, Hem, encárgate».

   Y Ernest Hemingway dejaba su copa y levantaba de la silla su corpachón de boxeador, arremangándose. El resto es imaginable.

   Góngora acusaba de borrachuzo a Quevedo, de ignorante y de patán: «Francisco de Quebebo», le llamaba. Éste no se quedaba corto, arrojándole clérigo huraño y jugador. También homosexual y judío, dos palabras que entonces eran insultos muy graves.

   A veces los escritores no se lanzaban pullas más o menos ingeniosas, sino algo más primitivo. Gore Vidal propinó tremendo cabezazo a Norman Mailer y empezó una pelea que terminó con: «las palabras le vuelven a fallar a Norman Mailer otra vez». En hechos similares, Vargas Llosa le pegó un puñetazo al fallecido García Márquez y procedieron a estar 30 años sin hablarse.

   Esto no es una reivindicación de la violencia ni pasados románticos, yo nunca creo que los viejos tiempos sean mejores. Es recordar que los escritores eran humanos, con sus miserias y sus anécdotas, su carne y su hueso. Y que supongo que no les miraban tanto, no tenían asesores editoriales y por eso eran más gamberros. Hoy me cuesta imaginar que el premio Planeta se convierta en una pelea de salón del Oeste.

   Hace mucho leí sobre cierto experimento en el que pusieron una bandeja de donuts en una oficina. La gente podía coger uno y dejar el pago en un bote de cristal, pero no había nadie para controlar que se hacía eso, de modo que podías agarrar un donut gratis, o tres. Cierto porcentaje siguió su honor y pagó por lo que cogía, mientras que otro porcentaje desayunaba gratis ‒pista, la mayor parte de la gente es honrada‒. Después repitieron el experimento pero, esta vez, encima de los donuts pusieron un cuadro. Eran unos ojos que miraban. El porcentaje de oficinistas que desayunó sin pagar se redujo sensiblemente, sólo por el hecho de sentirse observado por unos ojos pintados.

   Y yo estoy confuso, no sé si nos manufacturan cada vez más iguales o nos han pintado ojos o ambas cosas.

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