Las 10 horas del reloj de 10 horas

Las 10 horas del reloj de 10 horas

  Tenemos en la actualidad, y como consecuencia de una historia irregular, un calendario terriblemente absurdo, docenas de idiomas sin uso, muchos más totalmente incomprensibles, toneladas de documentos indescifrables, decenas de conflictos bélicos sin causa ni horizonte, y un día de 24 horas.

   No es nuestra culpa, también hay otras cosas tontas como medir áreas en campos de fútbol, longitudes en pulgadas o volúmenes en barriles de crudo, y todas tienen el mismo problema: son medidas totalmente arbitrarias sin transformaciones útiles ni conversiones fáciles. Al igual que el apéndice, estos vestigios de nuestro ADN-cultural cuelgan de nosotros sin más utilidad que entorpecer de vez en cuando. Como cuando la Mars Climate ‒una navecita de la NASA‒ se lanzó contra la superficie marciana al parecer sin ningún motivo. El problema, detectado luego, fue un problema en la conversión de kilómetros a millas. Lo cual, si me preguntan, es un error totalmente incomprensible y catalogable como negligente que metería en el mismo saco de grandes errores como rascarse la cabeza con un pelapatatas. Y sin embargo gente increíblemente lista de la NASA parecían estar usando ese artilugio rascador mientras echaban cuentas.

   Podría poner ‒Google bendiga Internet‒ cientos de lamentables acontecimientos similares, gran parte de ellos con muchas vidas en juego, debido a problemas de este estilo. Pero hoy me centraré en el modo de medir el tiempo. Prácticamente lo único que hacemos bien a la hora de medir el tiempo es medir un día como una vuelta de la Tierra sobre sí misma. Tiene lógica: un día va desde la salida del sol hasta la siguiente ‒más o menos‒ y así unas 365 veces al año. Y aquí empezamos a cagarla, porque la Tierra no da 365 vueltas ‒días‒ sobre sí misma al dar una vuelta al Sol ‒año‒, sino que esa cifra varía lo suficiente como para que cada año tenga 356,256 días.

   Ya con el calendario egipcio había problemas: los años de 365 días sufrían cada vez más desfases hasta el punto en que en cincuenta años enero caía a finales de abril ‒cosa que para los cultivos venía fatal‒. Como esto no funcionaba demasiado bien surgió de este modo un tanto inexacto de medir el año el año solar juliano ‒dentro del calendario juliano‒, que estableció el año en 365,25 días, y cada cuatro años febrero ‒Februarus‒ tenía dos días número 24. Esto, para calificarlo con algo comprensible, es equivalente a reparar una motosierra con un poco de cinta adhesiva y plantea problemas serios en asuntos tan importantes como los sistemas contables, que ya por el año 46 a. C. se llevaban mucho. A saber: dos días no pueden tener la misma fecha. Ni cada cuatro ni cada diez años.

   Así que el papa Gregorio XIII en 1582 tuvo que cambiar el celofán a la motosierra. Para ello usó chicle, o mocos. Por supuesto metafóricos, porque ajustó el desfase creando una regla con más excepciones que normas. A saber, cada cuatro años uno de ellos era bisiesto, y un mes tenía un día más. Pero ‒y de aquí lo del chicle/moco‒ cada cien años no valía, y aunque el año tocaba bisiesto tendría 365 días. Pero ‒un pero del pero anterior‒ los años múltiplos de cuatrocientos sí que eran bisiestos buenos, aunque fuesen múltiplos de cien. No contentos con crear una excepción a la norma le pusieron una excepción a la excepción. Y es una excepción concatenada que plantea ciclos de 3300 años ‒no me preguntéis por qué‒. Es decir, que cuanto más lo intentamos corregir más lo complicamos. Y todo por no usar un sistema decimal de años que midan, exactamente, 365, 242190402 días ‒aproximadamente‒.

   El problema es que nadie tiene ni idea de cuánto es 0,24 días. Tú sales a la calle y preguntas cuánto es medio día y la gente dice que doce horas, pero si preguntas cuánto es 0,2 o cualquier otra cantidad la gente bizqueará y comentará a tener espasmos musculares debido al sobreesfuerzo. Porque se nos ha educado fatal en lo que viene a ser una fracción diaria ‒lo que se conoce en tu barrio como un poquito de día‒.

   Los días de veinticuatro horas nacieron ‒o eso se cree por los registros encontrados‒ de mirarnos los callos de las manos. No, no es coña, no se sabe qué buscábamos exactamente entre los dedos índice y meñique de la mano, pero alguien en algún momento se dio cuenta de que teníamos doce pseudorectángulos en nuestras falanges. Es decir, que cada dedo está dividido en tres partes. Así que alguien ‒no confundir con el alguien anterior‒, quizá un poco más tarde, decidió que un día iba a tener dos veces esa cantidad. Si hubiésemos tenido seis dedos el reloj de la oficina sería una fiesta de quince horas no simétricas que repetiríamos dos veces al día bajo el razonable «porque sí» actual.

   Ya los franceses, antes de la Revolución Francesa, se dieron cuenta de que esto era una tontería monumental, totalmente arcaica y arbitraria, y que daba problemas como que el día son veinticuatro pedacitos que dividimos en sesenta más pequeños que a su vez se dividen en otros sesenta ‒de nuevo «porque sí»‒. Así que tantearon varios modos de rehacer ‒esta vez con cierta coherencia‒ cómo puñetas medir el tiempo. Uno de ellos, el más lógico, era el de dividir cada día en diez horas, cada hora en 10 minutos y cada minuto en 10 segundos. Por supuesto estos segundos serían más gordos que los nuestros. De hecho medirían ochenta y seis segundos actuales ‒más que un minuto actual‒. Obviamente había que inventar otra unidad bajo otro nombre o bien llamar a las cosas como se debe: día, decidía, centidía, milidía, etc. En realidad era una idea genial, algo que nos hubiese hecho no perder tanto dinero en terribles programaciones absurdas y cálculos bobos de fraccionado de horas ‒problemas parecidos a las longitudes y latitudes, que eso ya es cachondeo‒. Y la idea hubiese calado, pero lo que los franceses no tuvieron en cuenta es que, además, idearon una semana de diez días en la que solo se libraba el último. El domingo. Eso, lo mires como lo mires, no va a cuajar en ningún país, ni siquiera en Alemania, y les habrían tirado la propuesta para atrás si no fuese porque los franceses se levantaron un día y cortaron la cabeza a sus reyes, haciendo que el tema de la cuenta del tiempo se quedase en algún cajón olvidado.

   Y aquí estamos casi dos siglos después midiendo el tiempo en cinco unidades totalmente diferentes que no tienen nada que ver entre sí, cuya conversión es de un término numérico cada vez, elegidas porque alguien en algún momento de la historia se miró la mano, montados en un trozo de roca que da vueltecitas a una enorme planta de fusión de hidrógeno mientras le da por girar a su vez sobre sí misma de vez en cuando. Eso sí, seguimos poniendo cuatro palitos en algunos relojes de agujas ‒así: IIII‒ en honor a los etruscos, por lo visto un pueblo con los que los fabricantes de relojes de agujas siempre han tenido algún feeling desconocido pero tangible cuátricamente que contaban por adición ‒suma‒. Y al final para nada, porque todo el mundo sabe que nos pasamos por determinadas partes eso de «un minutito» y vamos a seguir llegando tarde.

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