El tiempo posmoderno, o en su acepción más académica ‒la que va de Lyotard a Deleuze, pasando por Vattimo‒ o en su perspectiva más historiográfico-periodística ‒el periodo que arranca después de la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989‒, se desarrolla casi exclusivamente en el presente absoluto.
En esa entelequia imaginaria ‒el presente absoluto‒ donde todo es posible y se vive con alegría y gozo se encuentran una serie de juguetes existenciales que generan y regeneran las acciones humanas en esa burbuja temporal. En lo que sigue me voy a ocupar de tres de esos artefactos y los formularé al modo de analogías: la juventud como fase única, la conectividad como forma ineludible y la moda como causa ‒y no como efecto‒.
La adoración y la exaltación de la juventud ha sido una constante en muchos momentos culturales de Occidente y de Oriente. El periodo de la existencia que va de la infancia hasta la madurez está lleno de prometedoras posibilidades: reproductivas, de placer, de descubrimiento, de aprendizaje y de conocimiento. Estas circunstancias favorecen la idealización de esas opciones y, no en vano, siguen conformando de manera completa la visión de lo joven.
La juventud en la actualidad lo es casi todo. Todo el mundo quiere ser joven, parecer joven y resultar joven. Hemos hecho desaparecer la vejez del escenario vital ‒y su horroroso final, la muerte, escondiéndolo en asépticos tanatarios‒ y hemos trasladado hacia la juventud al resto de etapas vitales. Los niños ‒y sobre todo las niñas‒ tienden hacia la juventud vía pubertad y adolescencia. Las personas maduras quieren ser, caso de aceptarse como maduras, maduros jóvenes, de aspecto juvenil y actitud vitalista. Y, por últimos, los viejos jamás son del todo viejos. El aumento de la expectativa de vida lleva a escuchar frases del tipo: «Tampoco es tan mayor» ‒y la persona en cuestión tiene 79 años, por ejemplo‒.
Uno de los grandes ocupaciones de un joven actual es la hiperconectividad digital: telefónica, en red social ‒facebook, tuenti o twitter‒, en chat o en whatapp. En cualquiera de estos mecanismos de comunicación, intercambio y relación lo fundamental es el mero hecho de estar on line, de estar presente y visible. No es tan importante el contenido, como el continente. Billones de conexiones diarias para estar ahí, en esa nube universal donde fluyen toda suerte de relaciones: personales, comerciales, profesionales o institucionales.
Lo que resulta posmoderno no es la necesidad humana de comunicación ‒universal y ubicua‒ sino la obsesión digital, tanto en frecuencia, como en la naturaleza del vínculo.
Y por último la moda como causa. Vestir de un modo, escuchar una determinada música, leer ciertos autores o practicar ciertos deportes tiene que ver con las costumbres humanas que, sin duda, reflejan aspectos muy complejos de las sociedades. Seguir una moda es, en cierto sentido, consustancial al género humano. Lo que resulta un rasgo nuevo es que «ir a la moda» es, a su vez, causa de otras conductas que se producen a continuación. Y no es solamente porque el mercado económico sea omnipresente en la difusión de la moda como producto rentable, vendible y usable, sino que los seres humanos han interiorizado que la moda es una causa de ciertas conductas esenciales.
Dentro de los prodigios del presente, la juventud, la conectividad y la moda son tres fenómenos que regulan esa percepción de totalidad absoluta. Fuera de lo que somos como jóvenes ‒en cualquiera de sus tres adaptaciones‒ conectados ‒en sus variantes tecnológicas‒ y a la moda, no parece que pueda existir nada. O mejor todavía, habría que buscarlo en google para determinar la certeza de lo que nos cuenta el pasado.
Quizá la broma del presente absoluto consista no tanto en destruir el tiempo sino en volverlo intrascendente. Entiendo que este artículo pretende postular sociología y no metafísica; y, efectivamente, sea cual sea la naturaleza del tiempo -en caso de que éste no sea totalmente relativo y que nuestra interpretación no le sea consustancial-, lo cierto es que la conciencia actual tiende a dilatarlo en un eterno »no-pasar». Yo soy un producto posmoderno, nací en el 96, y por ende no puedo contrastar el »no-pasar» con el »pasar». Quizá la distinción es absurda y no tiene otro fundamento que esa paranoia, común a todas las generaciones, de ser la última y más desgraciada. Pero podemos cavilar.
Los años que me separan del 96 han estado libres de hitos; no en lo personal, que no viene a cuento, sino en lo general. Ni siquiera se puede hablar de períodos. Claro que han habido acontecimientos, desde el cambio de siglo -a efectos políticos- en el 11S hasta la muy arrastrada burbuja inmobiliaria, pero todos se concentran en una misma unidad de tiempo intrascendente, sin expectativas de cambiar. Nos hemos autoimpuesto el título del progreso. Nuestra edad es la contemporánea, término que, por definición, excluye el futuro, pues lo contemporáneo -lo presente- no consiente la paradoja de ser relevado al pasado, al menos no sin que le cambien el nombre. Nuestro motor es un progreso hermético, hermético porque no describe una línea, sino que se alimenta a sí mismo; el progreso ya no es un medio sino un fin. Señalar esto no es retrógrado. Nuestro paradigma nos condena a la posmodernidad -otro término dudoso, dado que existe no por sí mismo sino por extensión y agotamiento de lo que tiene detrás-. La continuidad del presente ya no es la abstracción del futuro, la continuidad del presente es, sólo, más presente. Es la época del tedio.
Muy buen artículo, Francesc.
(Rectifico el comentario con algunas correcciones. Siento saturar la bandeja de entrada).
Quizá la broma del presente absoluto consista no tanto en destruir el tiempo sino en volverlo intrascendente. Entiendo que este artículo pretende postular sociología y no metafísica; y, efectivamente, sea cual sea la naturaleza del tiempo -sea que es absoluto, que nuestra interpretación le es consustancial o que simplemente es relativo-, lo cierto es que la conciencia actual tiende a dilatarlo en un eterno ”no-pasar”. Yo soy un producto posmoderno, nací en el 96, y por ende no puedo contrastar el ”no-pasar” con el ”pasar”. Quizá la distinción es absurda y no tiene otro fundamento que esa paranoia, común a todas las generaciones, de que es la última y más desgraciada. Pero podemos cavilar.
Los años que me separan del 96 han estado libres de hitos; no en lo personal, que no viene a cuento, sino en lo general. Ni siquiera se puede hablar de períodos. Claro que han habido acontecimientos, desde el cambio de siglo -a efectos políticos- en el 11S hasta la muy arrastrada burbuja inmobiliaria, pero todos se concentran en una misma unidad de tiempo intrascendente, sin expectativas de cambiar. Nos hemos autoimpuesto el título del progreso. Nuestra edad es la contemporánea, término que, por definición, excluye el futuro, pues lo contemporáneo -lo presente- no consiente la paradoja de ser relevado al pasado, al menos no sin que le cambien el nombre. Nuestro motor es hermético porque no describe una línea, sino que se alimenta a sí mismo. El propio residuo de la combustión se ha empezado a usar como materia prima*. Es la ambigua diferencia entre el progreso como medio y el progreso como fin en sí mismo.
Señalar esto no es retrógrado. Nuestro paradigma nos condena a la posmodernidad -otro término dudoso, dado que existe no por sí mismo sino por extensión y agotamiento de lo que tiene detrás-. La continuación del presente ya no es la abstracción del futuro, la continuación del presente es, sólo, más presente. Es la época del tedio.
Muy buen artículo, Francesc.
*En este concepto me remito a la propia literatura posmoderna. Según yo lo veo, David Foster Wallace lo tomó como eje de »La broma infinita».
Qué manera de hablar como un viejo. Desde el punto de vista posmoderno un joven de 22 es uno con veintidós y un hombre de 70 un hombre con setenta años, en igualdad de derechos.
Desde luego, la impresión que se tiene del «momento» histórico comentado en el artículo (posmoderno en cuanto momento constante y, por tanto, prodigioso, de un presente que no conoce finitud) no es ni parecida cuando se observa desde la óptica de un joven que desde la de una persona más mayor (Yo, 1978)…
En este sentido, y atendiendo a la «entelequia imaginaria ‒el presente absoluto‒ donde todo es posible y se vive con alegría y gozo», donde, además, «se encuentran una serie de juguetes existenciales que generan y regeneran las acciones humanas en esa burbuja temporal…» me limitaré a comentar, en los mismos parámetros sociológicos que Ahab, mi propia (y breve, se intentará) perspectiva de este infinito período de tiempo en el que nos encontramos atrapados…
– La juventud como fase única (el afán por ser eternamente joven): Estoy completamente de acuerdo con lo expuesto en el artículo. No en vano, nos cuidamos como si fuésemos a durar 200 en vez de 100 años (o menos).
– La conectividad como forma ineludible… (la obsesiva tendencia a estar eternamente presentes): De esta se libran dos y no los conocemos porque no están en las redes (pero seguro que escriben en papel, luego existen…). La imperiosa necesidad de pertenencia a un grupo, a una sociedad, a un mundo on line (eternamente navegable y visible).
– La moda como causa (eternamente determinados por la moda de turno, esclavizados por sus nuevos dogmas): De esta me gustaría librarme, desligarme y esconderme… No entiendo, no comprendo y tiendo a no encuadrarme en modas representadas bajo los parámetros ya conocidos (actuales o no)… pero es inevitable e innegable la influencia de muchas cosas en nosotros… Estamos condenados a escoger entre lo ya existente y/o crear algo que no sólo no será nuevo, sino que estará influido, además, por lo ya existente…
A mi el artículo me ha encantado (y también el comentario de Ahab: si en el suyo puede extenderse, yo en el mío también. Las quejas de todo tipo pueden colocarse justo debajo de este comentario) Gracias. Un saludo.