Fotograma de Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet

Fotograma de Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet

   Si hay un rasgo que nos define como especie –no es que seamos bípedos pensantes con conciencia de «sí mismos», el dedo enfrentado para asir donuts y dildos, y un ego desquiciado con muy poca conciencia de cuanto nos rodea– es el canibalismo. Somos una especie caníbal. ¿Quién puede negármelo? Y no me refiero sólo a nuestros antepasados antropófagos de la prehistoria; comportamiento explicable desde el origen del misticismo o la más pura y honesta necesidad. Hablo de la prehisteria: de cómo nos fagocitamos políticamente, comercialmente, con una impiedad financiera. Incluidas, claro, parafilias u otras desviaciones gastronómicas reivindicadas por algún chef de moda: como esa costumbre nórdica de cocinar y comerse en familia la placenta, que viene –o debería– con cualquier recién nacido. Pero, sobre todo, me refiero a la guerra, cualquiera de ellas, que es sin duda es la máxima expresión antropofágica de nuestra especie.

   Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, hubo un experimento –si se me permite llamarlo así– totalmente involuntario, realizado por el ejercito alemán en la ciudad que hoy es San Petersbugo: Leningrado.

   Resulta que su servicio de espionaje había informado al alto mando alemán que la ciudad estaba preparada para el combate de guerrilla. Por si eso no era suficiente, tenían minada la red de alcantarillado con tanto explosivo como para volarla entera si era necesario. Eso, sin contar con las baterías antiaéreas o tejados y buhardillas infestados de francotiradores, con orden de eliminar a todos los oficiales; o a cualquiera que fuese saludado por otro con demasiado énfasis.

   Para colmo, las tropas alemanas estaban diezmadas y ateridas por el frío; dicen que a lo largo de la historia bélica no ha habido mejor general ni más cruel que el invierno ruso.

   La población rural se había ido retirando país adentro, obedeciendo la orden de no dejarles a los alemanes con qué abastecerse. Sólo temperaturas que rondaban los treinta grados bajo cero. Algunos soldados se quitaban las botas y los dedos se les partían quedándose pegados al forro de la puntera; exactamente los mismo que les pasó a las tropas napoleónicas cuando cometieron la misma insensatez.

   Así fue que, como si el alto mando alemán hubiese podido ver el fututo y quisiera evitar lo que un año más tarde les esperaba en Stalingrado, el ocho de septiembre de mil novecientos cuarenta y uno, Adolf Hitler dio la orden de no entrar en la ciudad. En vez de eso, las tropas alemanas se limitaron a sitiarla. Nada ni nadie iba a entrar, ni, por supuesto, salir.

   Lo que no sabían los ciudadanos de Leningrado es que, más que esperar la rendición, el alto mando alemán había decidió matarlos de hambre, para no tener que hacerse cargo, ni por las malas ni por las buenas, de sus tres millones de habitantes.

   La ciudad interpretó la contención alemana como una victoria y hubo festejo en las calles: bandas de música, conciertos improvisados, representaciones teatrales; no sólo estaban contentos, querían mellarle la moral al enemigo  exhibiendo lo poco que les afectaba el estado de sitio; conscientes de que todo guardián es, en cierto modo, un prisionero.

Fotograma de Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet

Fotograma de Delicatessen (1991) de Jean-Pierre Jeunet

   Durante los primeros meses, los ciudadanos subsistieron racionando sus víveres; posiblemente no también como era de esperar entre tanta euforia y festejo.

   Fue al tercer mes, cuando se dieron cuenta de que posiblemente los alemanes iban a estar ahí más tiempo del que todos pensaban; nunca imaginaron que iban a ser casi tres años.

   Al quinto mes, la población empezó a pasar hambre. Ya no había nada que comer, después de haberse comido sus mascotas, y tuvieron que empezar con el papel, arrancándolo de las paredes para cocerlo y quitarle el regusto amargo de la cola; lo aderezaban con lo que podían, encuadernándolo en unas ensaladas de alto valor literario cuando tuvieron que «cambiar de papel»; nunca se han devorado tantos libros como en aquella época en aquel lugar. Lo mismo tuvieron que hacer con cinturones botas y cinchas de cuero: cocerlos hasta que fueran masticables, a falta de otra proteína animal; por lo visto, las cinchas, que todavía conservaban cierto regusto a caballo, eran muy apreciadas para hacer caldos.

   Pero al sexto mes, empezaron a olerse guisos más consistentes por la ciudad: estofados, asados, cocidos… Los más ingenuos se preguntaban cómo podía haber quien hubiese escondido y conservado carne hasta esa fecha. Casualmente, fue justo cuando empezaron a desaparecer personas. Por lo visto, era fácil que alguien te tirase unas monedas al suelo, o lo que fuera recogible por valor inercia o caballerosidad, y cuando te agachabas: fundido en negro.

   Las bandas de música, que seguían tocando como ejercicio moral de resistencia, ya no sonaban tan bien, melladas por la falta de algún «instrumento», y los músicos se miraban de reojo, pendientes del «prójimo» más que de la partitura; en una especie altruismo imperativo.

   A raíz de aquello, la gente se encerró en casa a cal y canto. Pues salir de noche era exponerse a hordas de caníbales en busca de llenar el puchero con quien fuera.

   Otra forma de conseguir el ansiado ingrediente, era escribirse cartas a uno mismo para que las trajera el cartero y convertirlo en «postel» de carne. Era algo así como pedir una pizza a domicilio para comerte al repartidor; el hambre, del tipo que sea, es detonante y combustible excelente para cualquier proceso creativo:

   «Los perros cazan mejor con hambre. Los lobos no cazan sin ella» –proverbio ruso–.

   Ni que decir tiene que, por un motivo u otro, se suspendió el servicio postal.

   La gente incomunicada que había renunciado a cazar a otros y andaba comiéndose en familia: ropa, madera, incluso yeso, tuvo que empezar a cocinar a los familiares que iban muriendo de hambre o enfermedad, y comenzaron las negociaciones con quien tenía cadáveres. La moneda de cambio era favores sexuales de todo tipo, que a menudo acababan en canibalismo.

   En el mercado de cadáveres –el mercado negro más estricto y representativo de cuanto hayan existido– lo más preciado eran los pechos de mujer, los genitales masculinos a modo de vienesa –a propósito del deseo del varón por el pene según Freud–, o la carne tierna de cualquier niño.

   Bastante tiempo después de aquello, Ottis Toole, el caníbal de Jacksonville, en el que está inspirado el personaje Hannibal Lecter, reconoció, una vez encarcelado, que era capaz de distinguir entre el sabor de una niña y el de un niño antes de la pubertad, y, desde su cautiverio, ganó varios concursos culinarios de recetas enviándolas por correo y sustituyendo el ingrediente que le había metido entre rejas de por vida, por ternera o cerdo.

   En mi modesta experiencia sobre el tema, tengo que confesar que siendo un preadolescente me quedé atrapado en un cuarto de gimnasia con una compañera de clase, que nos tenía enamorados a todos. Olga Rubio se llamaba y, aunque era morena, su nombre y apellido tenían algo ruso –me sonaba a Volga–; cosas mías, por eso me he acordado. No fue culpa suya, aunque le pedí que sujetase la puerta, y apenas estuvimos allí cuatro horas; hasta que el bedel, que vino a encender al caldera, nos encontró.

   Durante aquel tiempo sin nada mejor que hacer, después de revisar potro plinto y tirarle varios balones medicinales al culo, nos pusimos a fantasear en voz alta. Ella dijo que si era capaz de imaginar que tuviéramos que quedarnos allí encerrados durante mucho tiempo, por ejemplo durante cinco días –y lo dijo con un aire coqueto que entonces no supe descifrar, ni por tanto aprovechar; lo sé, fui un tremendo idiota–. Nos moriríamos de hambre –le dije, y pareció decepcionarle mi razonamiento–. Sin embargo, hice caso omiso de su expresión y pensé en el hambre que había sentido cuando me castigaban sin cena y lo multipliqué mentalmente por cinco días a tres comidas diarias. Eso era mucho ayuno –pensé–.

   Ignoro la cara que debí ponerle, pero recuerdo su expresión, de la que había desaparecido todo rastro de coquetería, y cómo encogía las piernas con recato: sus muslos morenos, lo curvilíneo de las pantorrillas, sus brazos tersos y suaves abrazándole las piernas, y salivé con un apetito cárnico que excedía con creces cualquier deseo «carnal».

   Algo debió de percibir ella, porque nunca quiso quedarse otra vez a solas conmigo y juro que hubo ocasión.

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