La aportación

La aportación

   Llegué como siempre puntual, con aliento a café y a tabaco, la camisa bien planchada y los zapatos como espejos. Al atravesar la puerta de la oficina empecé a darme cuenta que algo no andaba bien, en realidad no es que no anduviese bien, sino que el ambiente estaba enrarecido, miradas furtivas, cuchicheos… Dejé mi maletín en la mesa, un extraño artilugio que a ojos inexpertos podía hacer creer que era un hombre que acarreaba documentos de arriba abajo, pero la realidad era que lo usaba para transportar mi fiambrera, una botella de agua y una manzana si era lunes, una pera si era martes, un plátano si era miércoles… ese día llevaba manzana.

   Saludé a un par de compañeros, como se saluda a los compañeros de trabajo, o por lo menos como lo hago yo, sin mucha efusividad, gente con la que compartes ocho horas al día, durante una semana, un mes, un año y de los que apenas sabes nada, si están casados o si tienen hijos, si les gustan las excursiones o son fanáticos de algún grupo de música, se les saluda y punto, un movimiento de cabeza, un “hola”, una sonrisa y a fijar la mirada en la pantalla de ordenador.

   No, no había recibido el mensaje. La gorda de administración, y disculpen la burda descripción, me miró asombrada. No he recibido ningún mensaje, insistí. Y ella hundió la cabeza entre los hombros y se fue por donde había venido. ¿A santo de qué esa mujer me tenía que mandar un mensaje?

   Pasé por delante del tablón de anuncios y por primera vez en mucho tiempo, detuve, aunque sólo fueron unos segundos, mi mirada en él, nada nuevo supongo, nada extraño imaginé, notas de los incentivos, una barbacoa que se organizaría el mes que viene y a la que por descontado no tenía ninguna intención de asistir. Alguien me interceptó, el jefe de ventas, alto y repeinado con excesiva agua de colonia, “¿Así que lees el tablón de anuncios?” Lo miré extrañado, no entendí la pregunta bien, sí entendí el significado, las palabras las comprendí, pero no sabía si era una de esas preguntas que se hacen para comenzar una conversación como: “Al final parece que va a llover, ¿no?” Asentí lentamente, suponiendo que sería suficiente y que podría seguir mi camino hacia la máquina que me dispensaría el segundo café del día. Pero no fue así, no se apartó e insistió: “¿Y por qué no has dicho nada? Han estado esperando tu aportación, en realidad aún estás a tiempo, ya está hecho pero puedes poner algo.”

   Cumpleaños, bodas, nacimientos, cuando en una oficina hay más de cincuenta personas, uno piensa que jamás dejará de desembolsar dinero por gente que ni siquiera conoce, que le harán firmar tarjetas de felicitaciones con frases manidas. Así que entreabrí un poco la boca y los ojos, haciéndome el sorprendido, saqué la cartera y entregué un billete de cinco euros. Él arqueó una ceja, y negó con la cabeza, ¿Más? Pensé. Que desfachatez, hasta ahora uno podía poner lo que quisiera, según sus posibilidades pero, esto pasaba de castaño… “El ácido no es barato, ¿sabes?”

   Tuve que apoyarme en la fotocopiadora para no caerme sobre la moqueta, ¿muerto? No era el disgusto de la pérdida de un compañero, no era la sensación de vacío que te causa la muerte de un conocido, aunque tan solo sea un colega de oficina del que ni siquiera sabes los apellidos, era la sensación, la tremenda sensación de saberme entre asesinos. “Rodolfo el informático se lo ganó a pulso, macho, ¿Cuántas veces te dijo si habías reiniciado el ordenador cuando acudías a él con un problema?”

   Así que estando él de vacaciones colgaron la propuesta en el tablón de anuncios, como se cuelga la semana de la dieta mediterránea o el concurso de magdalenas, en un folio corporativo con la letra corporativa, roja y grande, “LA PRÓXIMA MUERTE: RODOLFO EL DE INFORMÁTICA”, así rezaba y así lo vi en el papel que me mostraba el jefe de ventas. Lo habían votado y yo de libranza, lo habían votado a mano alzada, unanimidad me dijo, unanimidad, menos yo, claro, que estaba de libranza, y así lo hicieron, no escatimó detalles… Rodolfo volvió de puente, Rodolfo fue interceptado en el pasillo, Rodolfo fue inmovilizado por una piara de administrativos, Rodolfo fue degollado por un diestro director general y Rodolfo fue reducido a líquido amniótico en un barril de ácido por la impoluta mujer de la limpieza.

   Veinticinco euros, me dijo el jefe de ventas que según su dilatada experiencia, era una compra extraordinaria, que una solución de ese calibre solía salir mucho más cara, y lo decía con conocimiento de causa, pues no era la primera multinacional para la que trabajaba. Me quedé mucho más tranquilo, mentira.

   “Y ahora empieza, claro, el proceso de selección para la vacante que ha dejado Rodolfo” Evidentemente, “¿Tú no tenías un sobrino informático?, piensa que es un buen salario, una oportunidad de oro.” Claro, se lo comentaría, pero primero, el café, que estaba a punto de empezar mi jornada y aún no había ni encendido el ordenador.

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