Con la entrada del nuevo milenio las creencias en un Dios están disminuyendo a nivel global, despacio, sin prisa pero sin pausa. España va, sin duda, en cabeza de una huida de la religión que está siendo encabezada por los jóvenes. La iglesia atrae cada vez menos, y la idea de Dios es un concepto que necesita ‒si los que andan tras él quieren difusión‒ un lavado de imagen absoluto.
Quizá sea por ese motivo que en el último siglo ‒aproximadamente‒ han aparecido una serie de representaciones de seres totalmente inventados que abarcan desde el cachondeo más puro de los pensamientos laicos al morbo de un Dios que tiene un cuerpo digamos altamente demandado. Son los casos de la Iglesia del Monstruo Espagueti volador y la imagen del Thor moderno.
No, no es coña, existe una Iglesia del Monstruo Espagueti Volador, se llama Pastafarismo y tiene incluso un libro de góspel para su credo. En 2005 fue presentada como una teoría alternativa al diseño inteligente para que se enseñase en las escuelas de Kansas sin mucho éxito. El monstruo espagueti volador ‒según frikipedia‒ estaba al principio solo, así que un día decidió crear el Universo, creando el primer día los árboles, una montaña y un enano que sabía hacer magia para que lo entretuviese. Los pastafarinos son un grupo divertido de personas que un día, siguiendo a Bobby Henderson, dijeron: entre un tipo viejo y con barba y un monstruo espagueti volador, me quedo con lo segundo. A pesar de que se sabe que esta religión fue creada por Henderson de forma paródica no puedo sino añadir que tiene la misma coherencia que cualquier otro credo, las mismas pruebas, el mismo derecho a existir y las mismas posibilidades de que sea tan cierto como cualquier otro Dios.
Sin lugar a dudas el Monstruo Espagueti volador nunca hubiese abierto sus tallarinescos ojos sin otras formas de creencia un poco más antigua como la Tetera de Russell. Se trata una tetera de porcelana muy pequeña, totalmente indetectable, que tiene una órbita entre Marte y la Tierra. De lo pequeña que es no puede ser observada de ningún modo, y según su visionario «puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana». La Tetera de Russell, al igual que la diosa Unicornio Rosa invisible, deben ser tomados en consideración por los creyentes del mundo debido a que la verdad subyacente en todos los credos radica de los mismos principios de no observabilidad, falta de capacidad de pruebas y consensos posteriores al primer avistamiento para cambiar algún que otro datillo que no cuadre.
Esto fue lo que le ocurrió a Thor, el dios del trueno en la mitología nórdica y germánica. Thor siempre ha sido alto, musculado y fuerte, pero sin duda ha ganado mucho en los últimos años siendo interpretado por Chris Hemsworth, y sin duda más de una y uno estaría dispuesta a montar una religión que implicase conocer a su deidad.
Y sobre conocer a una deidad trata el siguiente aparte, porque los creadores de Futurama nunca se quedaron cortos a la hora de desprestigiar la idea americana de un Dios único y verdadero omnipresente, omnipotente y con barba. En el capítulo “Un dios entre nosotros” se observa cómo Bender ‒un robot con todos los defectos posibles de personalidad que existen‒ es lanzado a través de un cañón de una nave espacial que se encuentra a velocidad máxima, significando que es totalmente imposible recuperarle por haber alcanzado una velocidad enorme. En su viaje espacial, Bender choca contra un asteroide que porta la semilla de la vida: unos pequeños humanoides que comienzan a extenderse por su cuerpo ‒recordando a la teoría panespérmica sobre Gaia, la deidad-mundo‒. Tras una serie de trágicos accidentes debido a la falta de experiencia acaba por matar a todos y cada uno de los seres vivos sobre él por armas nucleares en una parodia a la Aniquilación Mutua Asegurada que podríamos tener en la Tierra pronto. Sin embargo su experiencia de ser un Dios para aquellos seres no es nada comparado con el encuentro con un algo que puede ser un dios, Dios o simplemente un ser muy poderoso. Este ser está formado por un conjunto de galaxias que piensan en binario y no llegan a decir del todo qué son-es o cómo fue creado, comentando que puede que sean Dios, o puede que una sonda espacial colisionara con Dios ‒motivo por el cual habla en binario‒. Tras el encuentro Bender es devuelto a la Tierra gracias a este ser supremo, que afirma que «Si haces las cosas bien, la gente no está tan segura de si has intervenido o no», sin duda una de las frases más importantes de Futurama, y un modo de entender las deidades que ningún credo ha sabido plasmar y que ha requerido de la experiencia de los guionistas de la serie.
Porque puede que ahí esté el truco de los dioses: en la experiencia. El último caso que mencionaré atañe al protagonista de la famosa película Atrapado en el tiempo, donde Phil Connors se despierta todos y cada uno de los días en el mismo minuto universal: el nacimiento de El día de la marmota, una fiesta folclórica de un pueblo americano. Debido a la cantidad de tiempo que tiene al vivir siempre el mismo día es capaz de hacer maravillas: impidiendo atracos, salvando a la gente, dando fiestas, aprendiendo piano,… Pero quizá lo más importante es una de las deducciones que llega a hacer en una cafetería, en el que dice que él es un dios. No Dios, sino un dios, con tanta experiencia de aquel día que podría anticipar todos y cada uno de los movimientos de la gente, de sus deseos, de sus necesidades. De ello se deduce que «Quizá Dios no sea omnipotente ni omnipresente, sino simplemente que ha vivido todo tantas veces que el nivel de información que posee con respecto a nosotros es claramente superior».
Yo me quedo con esa frase, junto a la de Futurama, que cambiaron mi entendimiento de la mente humana.
Estoy de acuerdo contigo casi en la totalidad del artículo, pero creo que hay algo que debo puntualizar, aunque no implica llevarte la contraria. Hay una diferencia cualitativa entre los dioses de las religiones mayoritarias y los que mencionas en el artículo (algunos de ellos bastante curiosos, los acabo de conocer). Las religiones mayoritarias se han introducido tan profundamente en la raíz de lo que es el ser humano que ya forman parte de nuestra cultura (para bien o para mal). Incluso una persona atea no está libre de estas influencias por mucho que lo quiera. Quizá estemos asistiendo a una época de progresiva laicización (¿existe la palabra?), pero quién sabe si acabaremos viendo en qué acaba o si estaremos muertos antes de que esto llegue al final, que es lo más probable. Esta reflexión, por supuesto, no demuestra nada. Tan posible es un dios como otro. Pero no creo que tengan el mismo estatus. No sé si me explico.
Partiendo de una premisa atea es redundante señalar cosas tales como una falta de pruebas. Es más, no se me ocurre ninguna perspectiva seria que analice o comulgue con una religión según un recuento empírico. Las habrá, pero como digo, no son serias. El siguiente concepto que manejas, la coherencia, también resulta interesante. De nuevo, si la premisa es atea, el teísmo es, en la raíz, incoherente, y señalarlo es otra redundancia. Ahora bien, si se habla de la coherencia interna de un sistema de creencias (cómo está estructurado, no en qué medida es metafísica fraudulenta), se pueden hacer muchas distinciones. Aquí, las religiones monoteístas, independientemente de lo valioso de sus ideas (y habría que poner en duda cualquier criterio que crea estar en disposición de juzgarlas; a éstas y a otras cualesquiera), tienden a una mayor coherencia que las politeístas. La lógica interna de una religión es tanto más sencilla cuantos menos caracteres maneje. De la misma manera que se abarca antes la relación entre dos proposiciones que la relación entre cien, la relación entre los personajes de una mitología monoteísta se abarca antes que la de una mitología politeísta. No es casual que las religiones monoteístas sean mayoritarias en número de creyentes: como religiones, llevan las paces hechas con las primeras y últimas verdades (tan sólidas se dejan pensar, que resultaría inconcebible pensar que ellas mismas han sido pensadas), y, por otro lado, sus símbolos no necesitan convenios, porque son tan pocos, en el caso de la trinidad cristiana, o tan unívocos, en el caso del Corán, que ni la cabeza del feligrés más obtuso podría confundirlos; respecto de la trinidad cabría argumentarse que me he saltado a Lucifér, y sólo voy a mencionarlo para decir que es la única potencia del Antiguo Testamento cuya etimología, además de hebrea (cuando se habla de Satán), es grecorromana.
En el caso del politeísmo, a veces es difícil decir si son religiones o más bien filosofías populares. La mitología griega no maneja el concepto de fe, no es autoritaria y no se puede explicar, como se ha querido, reduciéndola a una serie de alegorías sobre lo desconocido. Si identificamos religión con un culto unido, es rara la vez que el politeísmo no escapa a la definición. Basta considerar que, en los textos canónicos de la mitología griega, el profeta siempre es llamado poeta, y el predicador rapsoda; esto es: que ninguno de ellos cree estar actuando merced de una voluntad reveladora, si acaso, de una inspiradora (las musas), y la inspiración no es abono para iglesias sino para versos. La mitología griega -sus dioses- nunca muere del todo, por mucho que se la pretenda separar de la filosofía y la razón, como si ambos no fuesen manifestaciones del mismo asombro. El zoroastrismo, el hinduismo, los mitos egipcios y todos los otros que el eurocentrismo ignora, no son textos cerrados. Las verdades, que en cualquier caso son siempre muy poca cosa, viven tanto más cuanto más dioses se las reparten. Porque incluso en el politeísmo más fanático, al haber más de un dios, ya se admite la dialéctica. Esto explica que Grecia no dejase de inventar dioses hasta el final de la época arcaica (como Dionisio, de raíces orientales) y, por otro lado, que las fundaciones de los monoteísmos hayan tenido el orgullo de no moverse nunca. Quizá de ahí que ridiculizar un monoteísmo puede ser incluso una responsabilidad ciudadana, pero que ridiculizar un politeísmo sea ello mismo ridículo. El monoteísmo es cuestionable aunque actúe como si no lo fuese; el politeísmo es cuestionable y según ese principio funciona. Cuando a una verdad le llega la rigidez, las demás huyen espantadas, y ahí se queda sola, tan pobre como sus hermanas, pero desde luego sin ellas. Verdaderamente, un Dios que lo sea a todos los efectos y que excluya a todos los contrarios, es el pensamiento más solitario que cabe pensarse.
En otra instancia, estarían las religiones ateístas, como el budismo, del cual no voy a aventurar nada. Todo esto, querer buscarle un trasfondo filosófico a lo religioso, no es un ejercicio de irreverencia, aunque lo parezca. Según la definición de mi época, soy ateo. Pero hablo de mi ateísmo dudando siempre de quienes hablan de él en el lenguaje de las convicciones, que es el mismo que habla la religión. Temo que el ateísmo se convierta en una religión, y en una excepcionalmente absurda. Las religiones que hasta ahora hemos sufrido y disfrutado, consumido y a ratos aparcado, parten de la premisa de que hay un dios y llegan a la conclusión de que hay un dios, lo cual, si bien es estúpido, al menos satisface a los implicados; el ateísmo, en cambio, que parte de la premisa de que no hay un dios (o de una experiencia que siempre apunta a que no lo hay), corre el riesgo de llegar a la conclusión de que sí lo hay sin siquiera advertirlo, y con esto me refiero a que el ateísmo es posible, como la religión, disfrutarse sin dudarse; si en eso son iguales, no tardarán en serlo en casi todo.
Remito a una lectura mucho más inteligente que estos párrafos. Schopenhauer, en el primer libro de los complementos a »El mundo como voluntad y representación», incluye un brillante capítulo titulado »Sobre la necesidad metafísica del hombre», tan amplio, al tiempo que conciso, en la historia de esas necesidad, que basta leerlo para olvidar a los dioses de testamento, a los de dialéctica y a los que se alimentan de no querer ser dioses. Sobre todo, para olvidar ese estigma escolástico que aún permanece, y que limita la palabra »dios» al terreno de lo sumamento perfecto y demás categorías. Si se olvida lo que se sabe de los dioses, y desde ahí se aborda un campo cualquiera, sea el más subjetivo o el más científico, se entiende que el concepto de dios no es una convención accidental, sino que es un accidente convencional; que los dioses no son una desviación del conocimiento, sino que son su barrera movible y natural. Los dioses están allá donde no llega la luz (por eso Dionisio y los demás dioses nocturnos son los más honestos). En nuestro siglo disponemos no de una vela, de una hoguera o siquiera de un foco, disponemos de un crisol que ilumina tanto como todos los anteriores combinados. Hay que admirarlo y alimentarlo cuanto podamos, pero sin olvidar que ilumina porque tiene una oscuridad que despejar. Llegado el caso de que nos hiciésemos con una luz total, no veríamos nada y no sabríamos nada. Dilatado como esta el cerco de esta luz, es fácil acomodarnos en el orgullo y presumir que nada queda fuera de él, pero basta haber usado internet un día -y al siguiente haber comprobado cuánto ha crecido, cuánto ha desechado respecto del día anterior y qué poco quiere permanecer en esa luz- para entender que lo concreto nunca satisface, y que la ignorancia es la premisa lógica de toda investigación. Los dioses pueden juzgarse. Está claro que la necesidad metafísica se mitiga con mucha más inteligencia en un filósofo, un científico o en cualquier figura que consideremos respetable y digna de lo mejor de la ignorancia humana. Pero mitigar inteligentemente no es mitigar eficazmente. Detenéos ante el parroquiano indoctrinado, que no sólo se ve digno de lo peor de la ignorancia humana, sino que ahí deposita toda su dignidad, y preguntáos si acaso él no es más sabio -que no más inteligente- mitigando esa necesidad de lo que nosotros lo somos. No pretendo ser frívolo: la metafísica no es tan simple como un apetito. Pero reconozcamos que todos los juicios están obsoletos en el momento de ser emitidos, y que cualquier aproximación a la necesidad metafísica merece medirse -vale medirse- con otras medidas que las de la razón y las de la inteligencia, tan relativas como son estas dos. Y frívolos -podemos recordarlo al final- somos nosotros sentados en nuestro crisol, que no vivimos ajenos al horizonte en el que dejamos de ver, si bien pretendemos que tal cosa no ocurre, y que vergonzosos de creer en dioses, cuanto menos jugamos a ellos. Sólo aquí, en este punto, y no en los anteriores, daremos en que es tan humano -no más moderno o sensato- gritar »¡Viva pastafari!» que cualquier otro ¡salve!