Si hace años un tal Johannes Gutenberg hubiese sabido alguna de las consecuencias de las masificaciones de libros es posible que se hubiese parado a pensar si debía o no debía construir la imprenta. Luego, claro, lo hubiese hecho igual ‒la curiosidad es la curiosidad‒.

Imprenta de Gutenberg

Imprenta de Gutenberg

   Gutenberg inventó una versión Beta y en formato libro de lo que ahora podría ser llamado prototweet 0.0 de caracteres variables. Gracias a este hombre comunicar a las masas, compartir una información y darle contestación masiva se hizo posible. Sin saberlo había sentado unas bases de comunicación a gran escala que hoy día rigen nuestras vidas. Pero, ¿cuánto las rigen? Todos sabemos que hay gente enganchada a las redes sociales, pero, ¿y al formato tradicional de Gutenberg? ¿Y al libro?

   Pues aunque no haya tantos fanáticos de los libros impresos como de los tweets, su fervor no se queda atrás, llegando a convertirse los volúmenes en un objeto de deseo incontrolable para según qué personas. Hace unos días comentaba en esta entrada, en la que Alejandro hablaba de un proyecto de Katie Paterson en el que se guardaría cada año un libro no editado por un autor famoso hasta un máximo de 100, momento en el que se abriría ese arca de los libros. Yo soy un defensor de que mucho antes de que cumpliesen 100 años miles de fans irrumpirán en ese refugio de libros escondidos, llevándoselos a la fuerza si es necesario. Y tengo motivos para pensarlo.

   Hace aproximadamente un año, estando yo esperando en una cola bastante civilizada de treinta personas a que me diesen unas entradas para el cine me enteré de un hecho que en principio no creí: una muchacha, de 17 años, se había hecho daño la noche anterior por conseguir que un autor ‒no me preguntéis cual‒ le firmase un libro y se hiciese una foto. Me enseñó la foto llena de orgullo, en la que se veía perfectamente claro un par de borrones sonrientes. Nunca he encontrado el sentido a ese tipo de fanatismo en absolutamente ninguna rama del conocimiento.

   Pero por lo visto es algo común entre los humanos. El 21 de junio de 2006 J.K.Rowling ‒o la editorial para la que trabajaba‒ sacó el que era el quinto volumen de la serie Harry Potter. Visto el comportamiento de la gente con el cuarto volumen la editorial quiso fomentar el fervor haciendo anuncios masivos de la venta el día 21 en todo el mundo del quinto volumen. Para mantener esa fecha la editorial llegó a enviar órdenes judiciales junto a los cargamentos de libros que les impedían a las tiendas abrir los paquetes antes de las 00:01 del día 21. Eso trajo como consecuencia actos de vandalismos como el robo de un camión con 7680 libros una semana antes, momento a partir del cual los camiones pasaron a ser blindados, y los libros entregados se encontraban bajo protección de equipos de seguridad. La mañana en cuestión se registraron cientos de incidentes en todo Reino Unido, Estados Unidos, Australia, Canadá y Nueva Zelanda: desde tiendas que empezaron a vender el libro antes de tiempo hasta gente que intentaba burlar colas de más de dos días de duración ‒y que se llevaba alguna que otra paliza de paso‒. Para rematar el día 21, la escritora se presentó por sorpresa en una librería de la capital escocesa, donde miles de fans acudieron a la firma sin orden ni concierto desde todas las localidades cercanas.

   Similar es el caso de Juego de Tronos, una serie de libros que hubiese pasado a la posteridad como cualquier otra colección de fantasía épica como Dragonlance, Reinos Olvidados o Los Libros de Terramar ‒que si vas preguntando por ahí a la gente no saben ni de lo que tratan, lo he hecho‒. Sin embargo Juego de Tronos contó desde el principio con un plan de marketing tan tan forzado que acabó calando con calzador entre el público más joven. Y desatada la histeria esta no puede ser parada, hasta el punto en que una joven dependienta de una librería acabó confesando entre lágrimas que había sentido pánico más de una vez en que le pedían títulos de esta serie que no es que no estuviesen editados, sino que ni siquiera habían sido escritos ‒algo que los violentos clientes se negaban a creer‒.

   He mencionado dos de los casos más recientes, pero en la historia de los libros hay muchos más casos en los que los lectores, poseídos por la curiosidad, asaltan a autores, editoriales, camiones de transporte ‒como hemos visto‒, librerías e incluso agentes del orden en busca de letras que consumir. Llegado a este punto no creo que haya alguien que no lo considere una droga o adicción, una que ni Gutenberg podía haber previsto.

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