Sinceridad capilar

Sinceridad capilar

   Me he afeitado la barba. Ha sido una decisión dura, durísima; mi barba, en diferentes formas (bigotes, patillas largas, perilla, barba de mendigo, de chivo, etc.), me ha acompañado desde mi adolescencia, desde el momento en que apareció ese mostachillo bajo la nariz, entonces decidí que era una lástima desaprovechar mi vello facial y que siempre me acompañaría. Pero después de leer en una revista médica en la sala de espera del doctor un terrible artículo sobre los pulmones de los fumadores (artículo que lo único que consiguió es darme más ganas de fumar; la mente enferma de un drogadicto, ya saben), pues justo después de ese artículo leí uno sobre barbas, y sobre la importancia que tenía de una vez cada cierto tiempo rasurarse la barba, afeitarse completamente para que la piel de la cara se airee, vea la luz de sol y se regenere. En fin, soy muy impresionable con esas cosas, más por eso que por los pulmones ennegrecidos, la verdad, pero en ese mismo momento decidí que le daría una tregua a mi cara y que la dejaría airearse un poquito.

   Me costó horrores, aunque uno esté totalmente decidido, siempre duda, estaba frente al espejo mesando mi amada barba con la mano izquierda y sujetando con la derecha la maquinilla. Dios, por un momento se me ocurrió pensar qué sucedería si no me volviese a crecer, si mi barba se ofendiese tanto por la infidelidad que decidiese no volver a hacer acto de presencia. En fin, hice de tripas corazón y le di el primer trasquilón. Qué dolor, qué humillación, qué cara de niño, qué imberbe, qué lampiño. Faciem imberbis! Me apoyé contra el lavamanos y… a lo hecho, pecho, me embadurné la cara de espuma y rasuré los pelillos que habían quedado después del paso de la podadora, después del paso de Atila.

   Y así, con las mejillas como las nalgas de un neonato, salí a la calle, entre avergonzado y orgulloso, avergonzado por el temor de que algún conocido me viese pasear de esa guisa y apartase la mirada y orgulloso por el saber de mi valentía y de que le estaba haciendo un bien a mi piel.

   —Pues a mí siempre me había parecido una barba asquerosa, la barba debe estar bien cuidada, de lo contrario da sensación de sucio —así me lo soltó, sin miramientos, sin compasión, esa compañera de oficina, ese homúnculo despeinado y pintarrajeado; dijo sin piedad que mi barba era sucia y mal cuidada.

   Tengo que decir en honor a la verdad que mi carácter dista mucho de ser el de una persona dulce, una hermanita de la caridad, que diría alguno, soy más bien agrio con estas cosas, no soporto que la gente se meta en mi vida privada y suelo tener respuestas hirientes que van donde más duelen, un sistema de defensa surgido de mi gran susceptibilidad. Pero esa mujer me dejó con las patas colgando y el culo arrastrando, sin habla; sonreí como un imbécil mientras sacaba el café de la máquina y veía como esa hiena huía. La explicación que me he dado ha sido que la pérdida de la barba me dejó (por lo menos momentáneamente, ya que la barba decidió crecer) sin mis poderes; había perdido la sorna, mi lengua otrora maligna y venenosa se había convertido en tan solo un músculo sin más utilidad que salivar y tragar.

   Probablemente su actitud no era la que yo veía desde mi mesa de trabajo, yo la veía pavonearse, la veía orgullosa de sus palabras, jactándose de haberse atrevido a atacar la barba del antipático, del que reparte sorna sin piedad. Y, como digo, es probable que todo fuese una creación de mi mente enferma, pero un enfermo no se detiene a pensar demasiado en los errores que su mente le suministra, simplemente lo da por cierto y actúa.

   Esperé el tiempo necesario, y en mi caso el tiempo necesario son tres días, tres días para que mi barba hiciese aparición, no en su máximo esplendor pero si lo suficiente como para devolverme parte de mis poderes.

   Me vio aparecer, en realidad lo vieron todos, cuchicheaban entre ellos, como en las películas del Oeste cuando Clint entraba en el saloon y las coristas y el pianista paraban de bailar para no perderse ni un detalle de la pelea que se avecinaba. Cogí el asa de mi mariconera, supongo que Clint llevaría unas alforjas, pero yo no soy Clint y mi oficina no es un tugurio de Texas, por lo menos no está en Texas, así que cogí el asa de la mariconera y pisando duro con la suela de mis zapatos Oxford atravesé la moqueta insalubre y me dirigí hacia la mesa de la impertinente.

   Huyó, como una lagartija se escabulló entre las mesas, y la perdí de vista; arrojé la alforja, perdón, la mariconera, sobre mi mesa y comencé la persecución, se creía a salvo, segura, había escapado de mi campo de visión, miré a mi alrededor y el personal me evitaba la mirada, sabían que no podrían mentirme, sabían que si sus ojos eran interceptados por los míos sabría dónde se escondía la comadreja, y lo descubrí, claro que lo descubrí.

   Estaba de espaldas a mí, justo en frente de las escaleras, y todo comenzó a suceder a cámara lenta. Alguien emitió un pequeño gemido, un grito de animal herido, y la presa volvió la cabeza y me vio; nerviosa como estaba, se le cayó de las manos un bolígrafo. La grosera, despeinada y pintarrajeada mujer se agachó, lentamente se dobló sobre sí misma, plegando la panza (lamento tener que ser tan gráfico, pero es imprescindible para la historia), y fue entonces cuando hizo aparición, cuando hizo acto de presencia, la imagen más inmunda que jamás haya visto, la raja del culo más hedionda y peluda que un servidor haya visto jamás, y soy un hombre y alguna vez he estado en un gimnasio compartiendo ducha con otros hombres, y he visto cosas… ¡cosas! Pero como eso, como esa caverna, jamás.

   —Pero ¡¿qué coño es eso?! —Me excusaré de antemano, pues suelo ser mucho más delicado, como no puedo matar uso el sarcasmo, y ahora entenderán…—. ¿Se puede saber qué tienes escondido en el culo? ¿Un mapache? Pero serás hija de puta, ¿te atreves a criticar mi barba, mi amadísima barba, y tú tienes semejante desastre en el ano?

   Ella se incorporó y tapó sus vergüenzas con la mano. Se le humedecieron los ojos y me miró suplicando clemencia. Es demasiado tarde, princesa.

   —La próxima vez que se te ocurra mentar a mi barba, que se te ocurra siquiera mirarla de reojo, te juro que te arrancaré la mofeta que tienes en el culo a mordiscos por muy desagradable que sea.

   Y tropezó, ¿se lo pueden creer?, la hedionda, la fétida mujer trastabilló, pisó el bolígrafo que no pudo recoger ante mi interpelación y rodó, rodó, señores y señoras, rodó como una boñiga de escarabajo pelotero escaleras abajo. La canción dice que el portazo sonó como un signo de interrogación, pues en este caso su cuello sonó como un cuello roto, es lo más poético que puedo decir de esa montaña de heces con el culo peludo.

   La gente se acercó lentamente, es sabido que nos apasionan las desgracias, se arremolinaron junto al hueco de la escalera y comenzaron a farfullar para de pronto callar y mirarme todos a la vez, no me miraban a los ojos, callaban y miraban mi barba; levanté mansamente la mano y la acaricié como un villano acariciaría a su gato, y pestañeé poco a poco para que tuviesen tiempo de ver todos mis movimientos. La barba ha vuelto, señores, y lo ha hecho para quedarse.

Comentarios

comentarios