Sé leer los signos, leo entre líneas, capto las indirectas, soy muy bueno en eso, las pillo al vuelo, vamos. Cuando encontré el libro en mi buzón supe que era de él, del vecino del quinto, ese flaquito de rulos que sonreía amablemente y sujetaba la puerta del ascensor cuando me veía llegar. ¿Cómo lo supe? Un hombre sabe estas cosas, las intuye, así que simplemente lo di por hecho. NACIDA PERVERSA: Diario sexopolítico de una adolescente, un libro que tal como rezaba la tapa era solo para personas con criterio formado.
Dejé las bolsas de la compra en el suelo, me senté en la escalera y comencé a leer las historias de la protagonista con su vecino calenturiento, con su novio también adolescente. Las letras inevitablemente me excitaron, noté el bulto creciente en mis pantalones y lo noté sobre todo cuando una madre pasó corriendo junto a mí con su hijo y me metió en el ascensor casi a la carrera. Sorbí la baba que empapaba mi barbilla y recogí las bolsas para terminar en mi casa.
Cuando finalicé la lectura, estaba excitadísimo, y no solo sexualmente, que también, sino que era una especie de alboroto infantil, la misma sensación de euforia que podría tener un niño la noche de Reyes. Correteaba semidesnudo por mi casa intentando no golpear mi miembro erecto contra el gotelé de las paredes y finalmente decidí que tenía que tomar las riendas del asunto, dejarme de remilgos y agradecerle el regalo al vecino; no solo agradecérselo, sino rendirme ante él y plegarme ante su petición, qué era ese regalo sino la más pura declaración de amor y de sexo entre dos hombres maduros. Ni siquiera me planteé no ser homosexual, ni se me pasó por la cabeza que el vecino tampoco lo fuese. Eso era indistinto.
Me puse el batín sobre mi barriga sudada y lo anudé firmemente, salí al rellano y corrí escaleras arriba, en busca del hombre. Cada peldaño que subía me recordaba a la protagonista del libro subiendo a la azotea en busca de su dosis de amor maduro suministrada por el vecino. Cada peldaño era un bocinazo de mi corazón. Al fin llegué a la puerta del vecino. Recuperé el aliento, me pasé la mano por el pelo intentando ordenarlo y llamé al timbre.
Abrió, y me miró con sus diminutos ojos negros como alfileres clavados en un ovillo de lana, de lana rizada que era su cabello castaño; la flecha del recuerdo me atravesó de la cabeza a los pies y sentí la misma sensación que el día en que perdí la virginidad con la amiga de mi abuela, doña Lupita, una septuagenaria que enseñaba a mis tías a hacer ganchillo y que me convirtió en un hombre en el cuarto de la plancha. Esa fue la sensación que sentí, los pelos de la nuca y de la espalda se erizaron como los de un gato en peligro, los pezones se endurecieron y mi miembro se irguió como el mástil de una goleta.
El listín telefónico impactó contra mis labios como un pedazo de iceberg que impacta contra el bar y sangre y saliva estallaron y brotaron de mi boca. El segundo fue tres o cuatro segundos más tarde, cuando yo ya estaba tumbado en el suelo con el batín desabrochado, y llegó en forma de puntapié a mi redonda barriga, se me cortó la respiración y los ojos casi me estallan, casi me estallan por el impacto y por la incomprensión: ¿por qué estaba siendo víctima de ese vapuleo? Descubrí que los taconazos que estaba recibiendo no eran del muchacho de los rizos sino de la madre que me había cruzado una hora antes en el portal, que bajaba por las escaleras y no perdió la oportunidad de unirse a la azotaina que estaba recibiendo.
Cuando llegué a casa magullado como un perro callejero, cojeando y sujetándome la boca y el estómago, pensé: «Qué crudo es el amor». Arañándome el hombro contra la pared mientras me arrastraba hacia el salón, intenté comprender qué había sucedido, descubrir dónde estaba mi error de cálculo. Discerní que quizás no leía los signos tan bien como yo creía, que no comprendía ni las líneas ni lo que hay entre ellas y que tampoco era tan evidente que las pillase al vuelo.
Me desplomé en el sofá y cogí el libro que había quedado preso entre mis nalgas, NACIDA PERVERSA: Diario sexopolítico de una adolescente… autor anónimo… ¡Anónimo! Acabáramos, ahí estaba la clave, no quería ser descubierto y yo había corrido como un ternerito a la teta de su madre, él quería permanecer en el anonimato, quería ser nadie. Así que cogí papel y lápiz y comencé a escribir:
Querido vecino anónimo:
Cuánta ha sido la excitación de descubrir su atracción hacia mí, no me ha costado descubrir sus intenciones, sepa que yo sé leer muy bien entre líneas…
«La ignorancia es la madre del atrevimiento»… Ese personaje (y esa imagen) parecen una caricatura (si es que puede darse tal posibilidad) de un Ignatius Reilly aún más decadente de lo que ya conocíamos. Esa ignorancia supina suya (la de tu personaje), esa insensatez, esa pérdida de control que, de tan extrema que es, hace que casi pierda (o confunda) hasta su propia identidad y ese estupendo final que enlaza con el principio… A mí me ha parecido a ratos divertido, loco, incómodo, surrealista… y, definitivamente, el final me ha encantado. Gracias. Un saludo.
Qué gracia y qué casualidad que hagas referencia a Ignatius Reilly. Precisamente, después de leer el relato, le mandé un correo a Nahuel donde le comentaba eso mismo. Supongo que la ilustración que acompaña al texto ayuda a la asociación. Por cierto, uno de mis personajes preferidos de la literatura.
Gracias chicos! Así da gusto. Os seré sinceros, no había pensado en Ignatius hasta que me lo habéis dicho, en realidad, no había pensado conscientemente, pues la conjura también es uno de mis libros de cabecera, así que el subconsciente no me ha fallado. Un fuerte abrazo!!! Por cierto no dejéis de leer NACIDA PERVERSA novela corta, de lo más naif, porno decadente!
Ya tengo lectura para el fin de semana…o para el que viene 😉
jaja >Mil gracias!!!!!!