BOX 1

BOX 1

   Mientras apuro un cigarrillo observo a una anciana que hace lo mismo. Es de noche, muy temprano, demasiado temprano, un invierno caluroso y parece que ha decidido llegar el frío justo cuando me toca madrugar. Tiramos sendos pitillos a la vía justo antes de que llegue el tranvía y nos subimos en él.

   Me encantan los transportes públicos de madrugada o a última hora de la noche; quedan ahí como el poso de un café turco los residuos de la ciudad: una anciana que fuma como un vaquero en el andén del tranvía, un hombre maduro de bigote frondoso, la cara marcada por la viruela y un traje de guardia jurado dormitando en el último asiento. Residuos, escurriduras de hombres y mujeres que van o vuelven.

   He madrugado, tengo que estar en ayunas, tienen que sacarme sangre, el tranvía atraviesa la avenida Meridiana y pasamos frente al tanatorio; recuerdo entonces la muerte de mi abuelo, ese velorio absurdo de gente fingiendo lágrimas, recuerdo al cura hablando de un hombre republicano. Cómo tuve que recordar a mis parientes, siendo apenas un adolescente, que en la tapa del ataúd no podía ir un señor crucificado. Abandonamos el tanatorio de Sancho de Ávila y sigo con mi abuelo en la cabeza, me dirijo al Hospital del Mar, donde él murió, donde tuve que cerrarle los ojos, donde mi madre lloraba gritando que su padre no había esperado para despedirse. Yo estaba ahí, y tampoco se despidió.

   Bajo cerca del zoológico, oigo a un elefante madrugador que le barrita a la selva de antenas y cables. Otro deshecho, el jardín de las fieras, las fieras están libres fuera. Un vagabundo me mira mientras rebusca en una papelera, cruzo la calle apenas sin mirar y me enciendo otro cigarrillo; dicen que fumar en ayunas es malísimo, también dicen que fumar tumbado es terrible. Fumar sentado y recién comido es maravilloso, lo sé, pero no puede ser menos malo que fumar en ayunas en esta ciudad negra.

   Cruzo la entrada del hospital donde murió mi viejo republicano y me dirijo al mostrador, la enfermera que flirtea con el guardia de seguridad me mira, desubicada; como siempre, he llegado temprano, son las seis y veinte, me dice que «Extracciones» es en el sótano, el guardia añade que cuando salga del ascensor debo seguir la línea amarilla o la línea verde pintadas en el suelo, ambas conducen a extracciones. ¿Por qué dos líneas? ¿Por qué «extracciones»?

   Dos ancianos, uno aparentemente más joven que supongo que acompaña al más achacoso, me saludan sonrientes; no les daré la oportunidad, me siento lejos de ellos, evitando la charla que me tendrán preparada. Un par de enfermeras zombis, un celador que al que le deben faltar minutos para jubilarse, un doctor con pinta de tirano y silencio y olor a desinfectante, nada más hay en esa sala del sótano del hospital donde murió mi abuelo.

   La sala empieza a llenarse: una pareja anciana que pregunta por la hora a la que tiene la «visita» (la «extracción», deberían decir), una mujer que le suplica al reloj de la pared que avance, dos o tres ancianos más, algunos solos, algunos acompañados por sus hijos y otros acompañados por hijos que alquilan sus hijos, hijos importados de Sudamérica para cuidar de sus padres. La sala está llena, yo apoyado contra la pared en un asiento de madera leo un libro intentando no levantar la vista de las páginas y que mi mirada no sea interceptada por alguna anciana con ganas de coloquio. Se abre la veda, se abre la ventanilla y un alopécico enfermero o celador (no sé bien quién se encarga de esos menesteres) se sienta en una silla y el respetable, como si el ínclito regalase bocadillos de jamón, se arremolina ante él.

   Me llaman, me levanto, guardo el libro en el bolsillo y paso hacia lo que llaman el «box 1», caja número uno, habitación número uno, salita número uno… box 1. Una mujer que utiliza la aguja con destreza me golpea el brazo con dos dedos en busca de una vena que yo sería incapaz de encontrar aunque estuviese a oscuras y mi sangre fuera fluorescente, la encuentra, es pan comido, me clava la aguja y empieza… exacto, la extracción. Es poco charladora, eso me gusta, he tardado años en encontrar un peluquero mudo, esa mujer debería ser mi extractora oficial, quiero su número de placa, quiero que solo me toque ella.

   —Sácale un poco más al joven —dice la cabeza alopécica del enfermero asomada en la puerta.

   Yo miro primero a mi brazo taladrado, luego al enfermo y por último a la enfermera.

   —¿Por qué? —se me ocurre preguntar.

   —¿Cómo? —dice el enfermero.

   —¿Qué? —pregunta la enfermera.

   —¿Por qué tienen que sacarme más?

   La enfermera mira al enfermero, este me mira, pestañea y vuelve a mirar a la enfermera.

   —Una anciana se ha mareado y la hemos llevado a urgencias, necesito archivar su ficha y no hemos podido extraerle sangre. Sácale más al chaval y lo mandaremos al laboratorio.

   La cabeza desaparece y yo me quedo expectante, la enfermera, parca, como a mí me gusta, me mira, tuerce la boca y abre los ojos en claro signo de interrogación, yo hundo los hombros y vuelvo a apretar el puño y a abrirlo tal como me había indicado. Dos tubitos más para la anciana.

   —Presione sobre la tirita, espere dos minutos fuera y puede marcharse.

   —¿La anciana estará bien? —¿Por qué preguntaré esas cosas? Realmente no me interesa en absoluto lo que acaba de suceder.

   —¿Qué tienes? —pregunta la enfermera.

   —Colesterol.

   —Estará bien, le prohibirán el tocino.

   No espero los dos minutos; salgo del hospital, sé que no me desmayaré, pero me tomo un café con leche en vaso de cartón para poder fumar mientras miro el paseo marítimo y un mar que se confunde con el cielo negro. Vuelvo a subir al tranvía y ya no es lo mismo, tengo menos sangre, menos ganas y ahora ya no hay despojos, ahora solo hay muertos como yo, sin sangre como yo, que, como hormiguitas trabajadoras obedientes, acuden a sus puestos en las oficinas, a sus máquinas de café aguado, a sus informes, a sus celdas de Pladur, a sus cajitas, a sus boxes.

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