De los muchos lugares mágicos que hay en Madrid, la cuesta de Moyano es uno de mis preferidos. Se trata de una calle no muy larga que une el Paseo del Prado con el parque del Retiro y está flanqueada por el Jardín Botánico y el recinto del Ministerio de Agricultura. A pesar de lo ilustre de su ubicación, la mayor de las bellezas de este lugar no se encuentra en los insignes edificios ni en los suntuosos jardines que lo rodean, la auténtica belleza se encuentra en los cientos y cientos de viejos libros que duermen en las casetas de madera que se aferran al empinado piso. La cuesta de Moyano es el mayor punto de venta estable de libros antiguos y de segunda mano de la villa.
Hablemos un poco sobre el personaje del que la cuesta toma su nombre. El verdadero nombre de la vía es calle de Claudio Moyano. El señor Moyano (1809-1890) fue un activo político –alcalde de Valladolid, diputado por Zamora, ministro de Fomento y por último senador vitalicio–, además de abogado, catedrático y rector de las universidades de Valladolid y de Madrid. En un principio su pensamiento se definió como liberal, aunque se fue aproximando progresivamente al moderantismo. Moyano desempeñó sus cargos a partir de los convulsos años 40 del siglo XIX. Destacó como orador y fue un importante reformador en el ámbito universitario de la época. También impulsó la construcción de varias infraestructuras, especialmente la red de ferrocarriles. De todo su legado, la conocida como Ley Moyano (Ley de Instrucción Pública, 1857) es su obra más recordada y posiblemente de mayor importancia. Esta norma –que reguló el sistema educativo de nuestro país durante más de cien años–, supuso la culminación al proceso de consolidación del modelo que se iniciara con el Reglamento de 1821. El sistema de enseñanza se organizó en tres niveles: primaria, secundaria y superior. Se garantizaba la relativa gratuidad del primero de ellos. El modelo era de carácter centralizador, se dio un paso importante paso hacia la secularización de la educación y se contempló una cierta libertad en el ejercicio de la educación. Más información sobre la ley aquí.
Volviendo a la cuesta, deciros que descubrí la cuesta de Moyano muy de pequeño, seguramente aún mi padre me llevaba de la mano. Sin entender muy bien qué era aquel lugar, sentí ese tipo de extraña fascinación que se siente ante lo que no se comprende del todo, pero aun así se sospecha que es maravilloso. Mis mirada infantil veía grupos de señores mayores que se apiñaban sobre inestables mesas, que no eran más que tablas cuarteadas sobre borriquetas. Parecían abejas en el panal, entregados con frenesí a su labor, pujando por acceder a la primera fila desde la que sus ojos gastados podrían escudriñar aquel mar de letras. Yo intentaba sin demasiado éxito, colarme entre ellos para tratar de alcanzar aquellos tesoros por los que con tanto ahínco se peleaban, en ocasiones a codazo limpio. Cuando alguna alma caritativa me dejaba paso, me encontraba ante un fantástico caos de colores, texturas, formatos y por supuesto olores. Yo no tenía ni idea de quién era ni Juan Rulfo ni Pedro Páramo, tampoco conocía a Stendhal, ni a ese hombre con un bigote enorme y un montón de consonantes seguidas en su apellido; pero aún así, me encantaba estar allí con ellos.
Fui creciendo y mis visitas a la cuesta fueron cada vez más frecuentes. Si eres un adolescente con economía de adolescente y quieres libros, los puestos de la calle Moyano son una excelente opción. Aquellos fueron los años de leer a Kerouac, a Tolkien y a Cortázar. Después, descubrí quién era el señor del bigote y las consonantes, Hemingway y un tal Borges. Una parte importante de mi modesta educación literaria se la debo a la cuesta.
Poco a poco, fui descubriendo que el encanto del lugar, también tenía mucho que ver con la gente que lo frecuentaba y con el ambiente que allí se generaba. En primer lugar están los dueños de las casetas, entre los que se pueden encontrar desde cuidadosos bibliófilos con un insondable conocimiento sobre literatura universal, hasta abnegados libreros vestidos con ropa de trabajo azul, que vacían cajas y cajas de libros de ignota procedencia sobre las mesas, como se vacían las cajas de pescado en la lonja antes de la subasta. Los variopintos personajes que pululan entre los puestos, también son una fauna digna de científica observación. Predominan los hombres de una cierta edad, que huelen a tabaco negro y se despiertan antes que el sol, y gustan de perderse en conversaciones bizantinas sobre el derecho natural, la situación política antes del alzamiento franquista o el porcentaje actual de población nómada en Tombuctú. ¿No es maravilloso? ¿Dónde puede encontrase gente que se entregue a esas chácharas a las ocho de la mañana? También hay universitarios bohemios de todo pelaje, mayoritariamente con gafas de pasta, que curiosean en busca de obras de culto a precio de saldo. No faltan los visitantes ocasionales tampoco, sean turistas atraídos por lo pintoresco del ambiente, o nativos que por primera vez descubren el paraíso de la segunda –o tercera– mano.
Adoro los libros viejos, los libros usados, –leídos, anotados y sobados–, a pesar de que no entiendo cómo la gente que es capaz de desprenderse de ellos. Me encanta madrugar los domingos de otoño y caminar con el sabor del café aún en la boca hasta la cuesta de Moyano. Mientras escucho el Adore de Smashing Pumpkins o alguna sonata para viola de gamba de Corelli, paseo fantaseando con los libros con los que me voy a encontrar. Tras llegar a los primeros puestos y hacerme sitio, me encuentro con una edición antigua de la Ilíada de la Editorial Gredos, con anotaciones ininteligibles a lápiz sobre los márgenes amarillentos, o un libro de Cioran, en el que al pasar sus páginas a toda velocidad con el fin de valorar su estado de conservación, me topo con un calendario de 1971 en el que una atractiva señorita –que en la actualidad será una sexagenaria– muestra su voluptuosidad. Imaginar la vida de los anteriores poseedores de cada libro es un ejercicio que llevo practicando desde hace muchos años en los cortos trayectos entre puesto y puesto. Me parece una buena forma de gimnasia mental, además de una inestimable fuente de inspiración.
Si sois de Madrid y amáis los libros, estoy seguro de que conocéis la cuesta de Moyano, probablemente mejor que yo. Si no, cuando visitéis nuestra ciudad –o lo que quede de ella–, no dejéis de pasaros por este mágico refugio para los libros viejos.
Como buen bibliófilo y coleccionista de libros que soy, tengo que decir que me encanta el artículo. Solo he podido estar allí en algunas visitas puntuales, pero es un sitio maravilloso, que desprende esa magia que tienen los lugares donde se guardan libros antiguos. Si viviera en Madrid estoy seguro de que sería uno de esos lugares para visitar a menudo. Muchas gracias 🙂
Me ha encantado el artículo que has escrito. Se nota que escribes desde el corazón, y así,las palabras son fluidas, honestas y sinceras. Hay una calidez confortable en todo el relato. Yo no soy de Madrid. Visité este rincón hace apenas dos años y disfruté viendo viejas y antiquísimas ediciones de Pío Baroja y de otros autores clásicos. Libros cuarteados, de hojas amarillentas,con un olor acre que me recordaba a la ceniza acumulada en los braseros y chimeneas de las casas antiguas. Y desde luego, como tú dices, imaginarme la vida de sus antiguos propietarios.Un saludo
Gracias a ti por tu comentario, Alejandro. Ojalá existiesen más lugares con la magia de la Cuesta de Moyano, refugio de libros y de amantes de los libros como nosotros. Un abrazo
Josu, muchas gracias por tu comentario. Efectivamente, la Cuesta de Moyano tiene un gran valor emocional para mí. Me alegra mucho de que el post te haya transmitido esa cercanía y ese calor. Un saludo
Olvidé agradecerte las notas que escribes acerca de la vida de Claudio Moyano. Yo sabía que fue un Ministro pero nada más. Muy acertada y socorrida la semblanza que incluyes de este político liberal del XIX.
Gracias de nuevo Josu. 😉