Me gustan los relatos que hay que leer dos veces. Espero que a vosotros también os interese daros cuenta de que habíais sacado una respuesta errónea. Aquí viene mi relato corto La voz.

un mundo de ruido

   Las piernas comenzaron a dolerle apenas diez minutos después de haber comenzado a pedalear con todas sus fuerzas, a cuarenta minutos de haberse montado sobre la bici por primera vez en más de seis meses. Percibía el dolor en cada una de sus articulaciones y músculos, que se resentían a cada movimiento. Las células demandaban oxígeno e inundaban con tóxicos su sistema. El dolor era más alto del que había considerado, pero aceleró el ritmo siguiendo la voz delante de él, que le instaba a pedalear más fuerte.

   Había olvidado la pequeña chapa en el radio de la rueda de su compañero. Con cada giro de la rueda, la chapa golpeaba los treinta y dos firmes radios, emitiendo un sonido de apariencia casi continuo debido a la velocidad. Carlos podía percibirla a diez metros por detrás. Había olvidado el dolor del entrenamiento, aunque no sabría decir si antes del accidente sufría menos o más que aquello.

   —Te vas a volver débil —susurró su novia esa misma mañana en la cama, mientras ambos remoloneaban, intentando sacar tiempo al tiempo —. A menos que Edu te meta la caña que necesitas.

   Nada había sido lo mismo desde el accidente. Para un deportista de élite sufrir un revés de tal magnitud prácticamente arruinaba su carrera como deportista. Tras situaciones como estas surgen muchísimos entrenadores y coaches. De no poder practicar de nuevo la actividad que les da la vida. Pero Carlos no era un ciclista cualquiera y, desde luego, no iba a rendirse sin luchar.

   Habían sido cinco meses de duro entrenamiento y rehabilitación. Meses de poner los músculos y su nueva pierna (los clavos que la atravesaban incluidos) al límite. El dolor había sido el hilo conductor del entrenamiento diario. Pero pedalear en la calle, rodeado de gente y controlando la bicicleta mientras ascendía aquellas pendientes era algo completamente diferente. Cambiaba con respecto al gimnasio, y cambiaba con respecto a antes del accidente.

   Todo parecía distinto de algún modo, algo de lo que los psicólogos ya le habían advertido. Pero se equivocaban, la diferencia era a mejor. El dolor le recordaba que seguía vivo, las punzadas que cruzaban su pierna derecha eran un indicador de todo por lo que había pasado y de que había una salida a base de esfuerzo de todo aquello. La voz de su entrenador y amigo sonaba diferente.

   Eduardo había vuelto a acelerar un poco. Era obvio que le estaba tentando. De vez en cuando le gritaba algo: «¡Vamos, vamos!», «¡Pedalea ahí fuerte!», «Bajada en unos metros, ¡cambia!». Seguían a diez metros el uno del otro, Edu siempre por delante de Carlos. Este último podía sentir los ojos de Eduardo clavados en él a través de los retrovisores que se había instalado para la ocasión. Según su entrenador, no quería perderse nada. Carlos no levantó la cabeza ni un milímetro, tanto si le estaba mirando su compañero como si no.

   —»Total, ¿para qué?» —pensó.

   Una piedra rebotó en la rueda delantera y estuvo a punto de perder el control de la bicicleta. Su compañero se disculpó, estaba más pendiente de mirar por los retrovisores que de los obstáculos. Carlos se obligó a concentrarse en seguir la ruta establecida, en seguir a su compañero como había hecho miles de veces con anterioridad. Dirigió sus ojos al pedazo de metal en la rueda trasera de Edu, que castañeaba al son del pedaleo. Le dio la impresión de que si se esforzaba lo suficiente sería capaz de ver la pequeña espiga metálica en su replicar contra los radios.

   —¡Hoy no, pero mañana te cojo! —gritó Carlos mientras sonreía y apretaba aún más el pedaleo.

   Eduardo, mirando por el retrovisor derecho, negó con la cabeza mientras encabezaba la marcha. Aunque Carlos no lo había visto realizar ese gesto no era necesario, sabía lo que su compañero, amigo y entrenador haría incluso antes de que lo hiciese. Se trataba de demasiados años juntos, pedaleando. «Como para acabar convertidos en un maravilloso matrimonio» había asegurado Eduardo ante un periodista tras quedar décimo y undécimo en el campeonato mundial de ciclismo en ruta. Para hacer sólido el aprecio que se tenían, Edu gritó por encima del hombro:

   —¡Concéntrate, hostia! Diez minutos más.

***

   Las bicicletas se encontraban apoyadas sobre un banco del parque mientras tomaban un pequeño tentempié. Carlos tenía la cabeza levantada, como si mirase los edificios al otro lado del pequeño parque, perdido en sus pensamientos. Pelaba una manzana con la navaja que la federación de ciclismo le había regalado «por su tenacidad».

   —Toma, agua —Carlos estiró el brazo hasta donde Eduardo tenía levantada la botella, la tanteó antes de agarrarla y luego se lanzó la mitad de su contenido por la barbilla —. Joder, tío, eres un puto ansias.

   Carlos orientó su cabeza hacia su compañero y sonrió, dejando escapar la poca agua que sí había entrado en la boca. De no haber estado su ropa ya empapada, sin duda la habría mojado del todo con ese último gesto de estupidez colaborativa.

   —Lo he hecho adrede, obviamente. Por el calor, y esas cosas —Eduardo sonrió con el comentario de su amigo. Echaba de menos las bromas entre ambos, y se alegró de que las lesiones y los silencios de hospital formasen ahora parte del pasado de ambos. Había estado ahí semana tras semana en el hospital, relevando a sus familiares y a Ana.

“De algo tiene que servirme ser rico —solía bromear junto a la cama de Carlos, en el hospital—. Si no puedo aprovecharme en el día a día de estos pobres desgraciados que se hacen llamar deportistas no sé qué otra cosa puedo hacer con toda mi fortuna”.

—Tú, señor Adrede, el que está empapado —Edu golpeó varias veces a Carlos en la cabeza con una toalla—, por ahí viene tu novia. Como se entere de la paliza que te has metido, te mata.

   Edu ayudó a Carlos a levantarse. «No va a andar bien en toda su vida», pensó. Ambos cojearon juntos durante cien metros, arrastrando las bicicletas y sonriendo. Ana venía en dirección contraria, y no pudo evitar sonreír al ver a su hermano ayudar al que había acabado siendo la persona más importante de su vida. Sabía que Edu le había destrozado, tal y como había amenazado una semana antes. Pero no le importaba, Carlos estaba andando de nuevo.

   —Yo me llevo la bici, enamorados —Edu llevaba llamándoles así desde que comenzaron la relación. Cogió la bici de Carlos y enlazó los manillares a través del yugo extensible que tenía en su cuadro. Una segunda pieza unía los cuadros de ambas bicis, formando una estructura estable de dos bicicletas en paralelo—. Mañana empezamos en el gimnasio a las ocho.

   Tras despedirse, Carlos y Ana se besaron. Que lo hiciesen delante de Edu solía incomodarle, y le debían demasiado como para no concedérselo.

   —¿Brazo o bastón? —Ana tenía el bastón blanco en la mano, plegado.

   —¿Con la chica que mejor huele del mundo? Usar bastón sería casi una ofensa, ¿no crees?

   —No quiero que me digas que huelo bien —contraatacó ella, riendo—, quiero que me digas que soy la chica más guapa del mundo.

   —Pero, amor, prometí que nunca te iba a mentir. ¿Qué ocurriría si resulta que eres una persona horriblemente fea, de esas de la que la gente se aparta por la calle? Yo no podría hacerte eso a ti. Necesitaría estar seguro para no mentirte.

   Carlos sintió el golpe del bastón sobre la cabeza. Leve, con el cariño de quien sabe que se trata de una broma, de un juego previo a un beso más profundo que el anterior.

   —Eres un idiota.

   —Un idiota ciego — Carlos tuvo que pasar la mano por los labios de Ana para saber que sonreía.

   —¿De amor?

   —Sí, supongo que eso también.

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