Los ojos avanzan, inquietos, hacia el final del capítulo, hacia el final del libro. Buscando, en su curiosidad, el modo en que acaba la historia. La necesidad de predecir el futuro que está por llegan a tan solo 30 páginas de distancia, justo en el abismo en el que la fantasía roza la dura tapa del libro. Pasado ese límite, la imagen se desvanece y la realidad invade poco a poco los sentidos, sales del túnel virtual que eran las páginas que estabas leyendo y te arranca la ilusión de vivir una vida que nunca llegó a ser la tuya.

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   Pero no, aún no ha acabado. Asomado al precipicio del final de un tiempo ficticio que no llegará a transcurrir nunca, escritos los segundos tan solo con palabras y no con vibraciones pulsantes del universo, se encuentra la última frase de la historia que persigues. Una historia que acaba en el punto final de la página que no quieres ver pasar. La misma página que ansías alcanzar con todas tus fuerzas.

   Y sonríes, porque no esperabas ese final. Los hados te han concedido la clarividencia del futuro de tu personaje, una grieta a lo que ocurrirá tan solo 30 páginas más adelante, en dirección a la tapa dura del final del libro. Un escalofrío recorre el cuerpo cuando comprendes el último mensaje del personaje, su último intento inconsciente (en realidad en manos de su escritor) por contarte cómo acabará todo.

   Y tú ya lo sabes. Sabes lo que va a ocurrir, y es un hecho que no hay nada que pueda llegar a alterarlo. Ese hecho fue grabado a golpe de tinta. Justo en ese momento, la probabilidad de ese final de libro que te ha sacado una sonrisa se hizo inmortal e inevitable.

   Ahora los personajes corren por senderos ocultos solo para ellos, su propio laberinto blanco y negro a través de las 30 páginas que les queda de vida. Los lees precipitados, pero tratando de disfrutar cada palabra.

   Con cada línea los personajes se acercan al final sin poder hacer nada para evitar el abismo al que tras la última palabra se verán catapultados.

   Llega la última frase, leída una decena de veces, y sigues con la impresión de que, si la lees de nuevo, perderá el sentido, ganará otro, reiniciará el libro. Esperas poder poner a cero la historia, resetear la memoria donde la guardas. Anhelas no haber leído nunca ese final para poder sentir la vibración de la primera vez.

   El universo que se creó al abrir el libro se pliega con delicadeza, perdiendo nitidez con el tiempo. Pasarán años antes de que desaparezca del todo de tu mente. Quizá no lo haga nunca, y la historia te acompañe toda la vida. Quizá nunca nadie vuelva a leerlo jamás. El pliegue se dobla sobre sí mismo, encajando en el pequeño hueco que le dejan las miles de historias que llevas a cuestas, historias con las que, en ocasiones, tu nuevo universo-pliegue tiende un puente, relacionándolas unas con otras.

   Hoy un pequeño temblor ha sacudido el aire que me rodeaba, y un pequeño libro de letra milimétrica ha caído desde un resquicio abierto a 30 años en el futuro. El libro ha golpeado el suelo con fuerza y, al abrirlo, han sido mis neuronas las que han recibido el golpe. Lo he abierto por el final y he reconocido mi letra. No he podido sentir el cosquilleo surgido del hecho de que nunca hubiese esperado que todo fuese a acabar así.

   He comenzado a escribir en mi nueva libreta estas líneas:

   Hoy, lunes 30 de marzo, en el abismo de final de mes, he empezado el último libro que escribiré. Un libro que me llevará treinta años escribir. Me hubiese gustado otro final, de modo que decido cambiarlo. La posibilidad de viajar en el tiempo no merece la pena de un destino tan sombrío. Hoy he recibido un libro de mi puño y letra que nunca escribiré. Voy a cambiar mi laberinto de paredes blancas y negras.

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