Sea tratado este texto como una opinión personal y no como una verdad universal. Dicho queda.

   Quizá fue hace treinta milenios, aproximadamente, que unos pocos humanos se juntaron y decidieron realizar un salto mental con apoyo en la realidad del día a día. En ese momento, a alguno de ellos se le ocurrió que las cosas podrían no ser como son, podrían ser de un modo diferente al que experimentaban con sus sentidos. Más mágicas, más oníricas. Y comenzaron a hablar de lo que no sabían que si existiría o no. Fue entonces cuando inventaron la fantasía.

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   Pero no únicamente la fantasía divina de seres que transcienden la imaginación y el ingenio, sino las especulaciones sobre personas reales al otro lado del globo, historias que puede que fuesen ciertas en algún punto de la Tierra. Nació la ficción.

   Y, prácticamente desde sus comienzos escritos, esta ha sido más salvaje, humana, llamativa…, que la realidad. Por algún motivo la ficción podía ser todo lo disparatada que la imaginación pudiese brindar, y ser creíble. Y haber un abismo entre fantasía y ficción a pesar de que la ficción resultaba obviamente inverosímil.

   Así, siglo tras siglo, la llamada ficción ha ensombrecido la realidad hasta el punto de la insensibilización moderna. Porque la realidad, comparada con las novelas, es nimia e insulsa, y carece de la espontaneidad y los giros literarios que los grandes maestros escritores han sabido otorgar al texto. La realidad se ha vuelto aburrida. Es demasiado vulgar, y nos inventamos historias para ocultarla, para soterrarla.

   Historias a sabiendas imposibles que llamamos realistas aun conociendo su alto grado de fantasía. Porque la realidad a la que aluden los textos no son sino fantasías, deseos de ocurrencias de vidas repletas de decisiones de las que el aburrimiento y el estupor han sido completamente arrebatados. Las obras literarias, y posteriormente las fílmicas, muestran ahora vidas repletas de un rococó de situaciones y sentimientos mucho más allá de lo que una persona real podría soportar.

   Las novelas y las series, cada vez más complejas en las interacciones de sus personajes y las situaciones dadas, tratan de despertar al espectador mostrando un nivel de adrenalina que nada tienen que ver con el día a día real. Con el día a día de una persona normal.

   Claro, que el día a día de una persona normal, con ocho horas de oficina o trabajo de campo, una hora de transporte público, baja o nula interacción social, conflictos laborales que no sobrepasan la ocupación de la fotocopiadora, y fines de semana dedicados a limpiar la casa y salir a tomar algo, difícilmente darían para llenar una novela con el atractivo suficiente.

   Es muy difícil encontrar autores que sepan explorar la humanidad del día a día. Antes sospechaba que esto era debido a su complejidad, a la dificultad que entraña primero desvelar la naturaleza humana y luego saber plasmarla de modo que pueda ser comprendida. Ahora sospecho que la dificultad radica en hacerla atrayente, en levantar el deseo del lector sobre personajes comunes. Lo complicado es hacer divertido lo inapetente.

   Nos hemos convertido en una especie que manufactura ficción fantástica al por mayor, y temo que nos hayamos vuelto aburridos.

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