Señala acertadamente Sarah Manzano(1) en la introducción de la reciente edición de La señorita Mackenzie en castellano(2), que Anthony Trollope (1815-1882) fue uno de los primeros escritores en reivindicar el oficio de escribir como precisamente eso, un oficio. El señor Trollope se levantaba a las cinco de la mañana y dedicaba unas cuantas horas diarias a ejercer su profesión de manera meticulosa y disciplinada. Por eso no es en absoluto nueva la idea de que escribir es un trabajo (como cualquier otro) y que requiere esfuerzo y dedicación (como cualquier otro) así como un horario y una rutina. Entonces, ¿a qué vienen las musas, las inspiraciones, los arrebatos y el trance extasiado a lo Transverberación de Santa Teresa que acompaña a esta antigua y denostada profesión?
La culpa, queridos lectores, es de esos malditos bohemios que transitaban por la noche del París de finales del siglo XIX bebiendo absenta en compañía de Toulouse-Lautrec para engañar al destino y suspirando en deslumbrantes colores por los más oscuros rincones tristes de los cabarets; de esos incautos (Casas, Albéniz, Granados, Rusiñol…) de bolsillos más o menos vacíos, cabezas llenas de música y trazos innovadores, y mirada modernista, que se reunían en Els Quatre Gats en la Barcelona de principios del XX ; y algún tiempo anterior, allá por 1816, de los malvados románticos(3) de villa Diodati —aquellos Shelley, Byron, Polidori—, que se atrevieron a ser libres y soñar despiertos con un mundo mucho más hermoso, aunque envuelto en atormentadoras tinieblas. En algún extraño momento de la Historia, esas malditas pandillas engrosaron sus filas con escritores, arrastrándoles en su colorida espiral de vida desordenada y artística; o convirtieron a muchos de ellos en fantásticos ideales platónicos por culpa de sus obras deslumbrantes, terribles, aterciopeladas, crueles, sublimes, inmortales. La escritura se hizo arte, el escritor se hizo artista. Desde entonces —lector reconócelo— cuando alguien te dice que es escritor tu cerebro automáticamente piensa “bohemio”.
La escritura es un arte, cierto, así lo corrobora la Real Academia de la Lengua Española(4) para los más escépticos sobre esta acepción. Pero también era un arte el soplado de vidrio de murano en el siglo XIII y no por ello dejaba de ser un oficio respetable con el que muchos profesionales se ganaban el pan con el sudor de su frente. Hoy en día el escritor tiene muchos motivos para no sentirse artista —sí, lector, pese a tu malsana asociación de ideas bohemias— pero sobre todo tiene muchos más motivos para convertirse en un ser pluriempleado porque en este siglo XXI resulta imposible (excepto para una minúscula minoría) ganarse la vida con semejante oficio/arte. La culpa la vuelven a tener los bohemios, por supuesto ¿Conoce usted algún bohemio, digno de semejante calificativo, con trabajo rutinario que le genere ingresos regulares que cubran las necesidades básicas reconocidas por la carta de derechos humanos de la ONU? Ya me imaginaba que no.
Si bien cualquier escritor que se precie debería seguir los pasos de Anthony Trollope respecto a la reivindicación de la escritura como un oficio que requiere una voluntad férrea, esfuerzo diario y mucho trabajo, es inevitable escuchar la voz disidente de los lectores. No todo lo que se escribe y se publica es arte y no todos los escritores son artistas; pero eso ocurre en todas las disciplinas artísticas, por supuesto. Por ejemplo, resulta más sencillo admitir el arte de la poesía que el de la prosa, y, sobre la prosa, depende de quien la ejercite y como: cuando Noam Chomsky escribe no es arte literario es arte semántico, lexicográfico, magistral; respecto a Lev Tolstoi, es arte arquitectónico; en cuanto a Umberto Eco es arte de la comunicación, de la nostalgia, de la evocación; leer a J.R.R. Tolkien es adentrarse en el arte de lo legendario; tenderle la mano a William Shakespeare es reconocer el arte de las pasiones humanas; etc. No son géneros literarios sino distintas clases de arte, el mismo oficio, la misma profesión, pero diferentes grados de especialización lingüística.
La definición de bohemio —de nuevo me remito a la RAE— es la de aquella persona que lleva una vida que se aparta de las normas y convenciones sociales, principalmente la atribuida a los artistas. Y, sin embargo, aunque el señor Anthony Trollope se dedicara al arte de escribir (y fuese, él sí, un artista de la literatura) resulta imposible atribuirle ninguna vida apartada de las normas y convenciones sociales o laborales cuando le imaginamos trabajando laboriosamente y sin descanso tres horas diarias antes de irse a la oficina, madrugón incluido, de manera convencional y rutinaria. Ni siquiera las costumbres puritanas de la época victoriana británica en la que trabajó el señor Trollope podrían haberle tachado de bohemio de atreverse siquiera a pronunciar semejante calificativo en voz alta.
Quizás, si los escritores hiciesen un intenso esfuerzo en presentar su profesión como un oficio por encima de la consideración de arte, como un trabajo en lugar de una esotérica inspiración divina de las musas, quizás se mediría con vara más justa la retribución por su trabajo(5). Poner precio a una obra de arte es siempre una labor complicada pero retribuir a una persona por sus horas de trabajo, dedicación y esfuerzo, por su experiencia y la calidad de su trabajo, parece —o debería ser— algo más sencillo. Quizás, y pese a la pérdida de glamour del término, mejor le iría a nuestros escritores contemporáneos si empezásemos a pensar en ellos como honrados maestros escribanos (de mayor o menor talento y experiencia) y encontrásemos el hechizo pertinente para romper el yugo que una vez asoció su oficio a la vida desordenada dictada por las musas de aquellos malditos bohemios.
(1) Sarah Manzano, redactora de la introducción de la edición que se detalla en la siguiente nota, es arqueóloga, librera, bibliotecaria y profesora, también administradora del blog literario Papel en Blanco.
(2) TROLLOPE, Anthony: “La señorita Mackenzie”. dÉpoca Editorial (Asturias, 2014)
(3) Muy recomendable al respecto el magnífico artículo de Aránzazu Mantilla en La Piedra de Sísifo: “El sentido romántico de la vida”
(4) Definición de arte, segunda acepción: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.”
(5) Aunque esto nunca se sabe, la Sibila de Cumas (s. VI a.n.e.) disponía diariamente de decenas de suculentos sacrificios y otros tesoros. Ver Virgilio (Eneida, Libro VI).
¿Malditos bohemios?… Se ve que no conoces la vida bohemia.
Un trabajo artístico, como es la escritura, no se puede ceñir siempre a horarios, y no por eso deja de ser un oficio nada denostado y muy digno. En el proceso creativo en sí, no tanto en los procesos de documentación y corrección, influyen sobremanera la inspiración y el estado de ánimo. También le influyen a un abogado, a un oficinista, a un panadero, a un maestro…, pero a un escritor más.
Entre esos «malditos» bohemios había escritores de la talla de Fitzgerald o Hemingway, que además de salir, emborracharse y despilfarrar, dedicaban un buen tiempo a la escritura. ¿Qué más dará el estilo de vida si la calidad de la obra es buena?, era precisamente ese estilo el que les ayudaba a escribir, o a desconectar de la escritura cuando lo necesitaban. Y sí, hay bohemios en la actualidad que viven manteniendo esas costumbres, existe más de un periodista-escritor de ese tipo.
Antes que estos bohemios del «Midnight in Paris» hubo grandes escritores que tuvieron una vida de excesos, o al menos una etapa, entre los que se cuentan Baudelaire, Poe, Maupassant, Verlaine… Y mucho más recientes son los de la Generación Beat, que tampoco se caracterizaban por ser moderados. Sin embargo hay calidad en las obras de Kerouac, Burroughs y Ginsberg, así como en la de Bukowski, uno de los impulsores del Realismo Sucio. En nuestros días sigue habiendo escritores de este tipo, polémicos, como Chuck Palahniuk o Bret Easton Ellis, incluso aquí en España a Ray Loriga se le relacionó con esa llamada Generación X en la que incluyen a los dos estadounidenses.
No por ello hay que renegar de escritores que han hecho todo lo contrario, Emily Dickinson dejó una obra genial sin salir prácticamente de su habitación, y Marcel Proust se recluyó al final de su vida de manera similar. Por tanto se puede decir que el talento está siempre por encima del estilo de vida, aunque éste determine la forma en que se materialice la obra de un escritor, de un artista.
Lo de «malditos bohemios» está dicho con todo el cariño y el humor del mundo. Era un guiño al lector, una ironía. Adoro a esos bohemios, a los del cuadro, a los que charlaban en Els Quatre Gats, a todos los grandes. Supongo que los que me conocen un poquito han habrán entendido la ironía.
Completamente de acuerdo contigo, Garot.
Hay que ver la de cosas de las que te acuerdas, pero más que eso, lo que me gusta es la forma en la que te acuerdas de ellas. Biquiños!