Con motivo del 23 de abril, Día del Libro, en muchas ciudades dentro y fuera de la geografía española se celebran innumerables actividades y eventos para conmemorar la lectura; en la prensa, en blogs, y en todo tipo de medios digitales se multiplican, más que nunca, las reseñas, recomendaciones de títulos, citas de escritores, odas al libro y artículos en general dedicados a cantar las bondades de la lectura y a elogiar el milagro de los libros. Sin embargo, a veces tanta pasión por los libros se nos puede ir un poco de las manos, cuando se alcanza el grado de lector recalcitrante, y los libros pueden llegar a convertirse en un serio problema porque invaden literalmente el espacio vital del lector y de quienes los rodean, casi ahogándolos. A pesar de ello estoy seguro de que no faltarán los artículos que celebren esta situación.
Quizá sea por llevar la contraria, pero hoy, Día del Libro, quisiera detenerme en la cara menos amable de ese acaparamiento obsesivo compulsivo centrándome en la historia de Langley Collyer, un hombre que murió en 1947 aplastado por una avalancha de libros. Quienes conozcan a Collyer ‒y no es extraño que así sea porque cualquiera no tiene un síndrome con su nombre‒ me dirán que estoy haciendo trampas. Me dirán que Collyer no era lo que se dice un coleccionista empedernido de libros. Que no padecía esa enfermedad conocida como bibliomanía, que en japonés se describe con una palabra tan poética como tsundoku, y que en sus fases más avanzadas puede recibir el nombre de bibliotafia, cuando el que la padece llega al extremo de enterrarse con sus libros. Me dirán que Collyer era acaparador de todo, que también coleccionaba camas plegables, chatarra, pianos de cola o máquinas de coser. Me dirán que la avalancha que aplastó a Collyer tenía, además de libros, varias toneladas de periódicos. Con todo, la historia de Langley Collyer es la historia de lo que la obsesión por acumular libros ‒o mucho de cualquier cosa‒ puede hacer.
Langley Collyer pertenecía a una familia neoyorkina de clase acomodada. Tras la muerte de sus padres él y su hermano Homer se quedaron en la vivienda que los haría célebres, una casa de cuatro pisos en el cruce entre la Quinta Avenida y la calle 128 en Harlem, Manhattan. En principio el comportamiento de ambos hermanos no era demasiado excéntrico ‒solo lo suficiente‒, pero todo cambió en 1933 cuando Homer perdió la vista debido a una hemorragia interna en los ojos. Langley renunció a todo, incluyendo a su trabajo, para cuidar a su hermano y a partir de ese momento ambos se fueron retirando del mundo y, a medida que pasaba el tiempo y la Gran Depresión hacía estragos en Manhattan, los Collyer fueron evitando salir al mundo y se enclaustraron cada vez más.
La falta de actividad física y el reumatismo hicieron que Homer quedara impedido, así que los cuidados de Langley tuvieron que intensificarse. Las excentricidades de la pareja de hermanos fueron aumentando con los años. Langley, que se negaba a recurrir a profesionales médicos, estaba convencido de que podía conseguir que su hermano recuperara la vista y para ello le suministraba una dieta basada en la ingesta de cien naranjas semanales, supuestamente por los beneficios de la vitamina C. Pensaba además que cuando Homer recuperara la vista querría ponerse al día, así que empezó a almacenar libros y periódicos de forma compulsiva. Se estima que Langley llegó a acumular decenas de miles de libros y más de doscientos mil periódicos.
Pero la obsesión por acumular de Langley no se detenía en libros y periódicos. Comenzó a aventurarse fuera de la casa después de la medianoche para caminar kilómetros por toda la ciudad en busca de comida, que casi siempre conseguía rebuscando en las basuras. También empezó a recoger y a llevar a casa todo tipo de artilugios y materiales de desecho, que con el tiempo llegaron a cubrirlo todo.
En 1938 apareció un artículo sobre ellos en The New York Times en el que se especulaba que el aislamiento de los hermanos podía deberse a que ocultaban ingentes cantidades de dinero y que temían depositarlo en un banco o que les robaran. Un rumor, por cierto, más infundado que verdadero, porque aunque disponían de rentas familiares, con el tiempo se fueron empobreciendo, hasta el punto en que dejaron de pegar electricidad, agua y gas ‒y por tanto se les cortó‒. Sin embargo, como consecuencia del rumor se produjeron varios intentos de robo en la casa de los Collyer, así que Langley echó mano de sus conocimientos de ingeniería y construyó con la basura que había en la casa, sobre todo con cajas y con chatarra, una serie de trampas y un laberíntico sistema de túneles. A partir de ese momento los hermanos pasaron a vivir en nidos que se habían fabricado entre los escombros.
Solo en una ocasión pudo comprobarse el estado en que se encontraba el interior de la vivienda. Fue en 1942, cuando la Caja de Ahorros Bowery puso en marcha los trámites para desalojar a los Collyers por no pagar la hipoteca durante tres años. La policía consiguió abrirse paso rompiendo la puerta principal y lo primero que se encontró fue una pared de basura apilada hasta el techo. Langley, que se encontraba en un claro entre los escombros, emitió un cheque por el importe total de los tres años de hipoteca y los trabajadores se retiraron.
La siguiente ocasión en la que alguien entró en la casa de los Collyers fue en 1947, debido a la muerte de ambos hermanos. El 21 de marzo de ese año alguno de los vecinos alertó a la policía de que los hermanos no daban señales de vida desde hacía bastante tiempo y que el olor a descomposición que salía de la casa era insoportable. Como la entrada estaba taponada por enormes bloques de periódicos y toda clase de basura, el equipo de bomberos tuvo que hacer un agujero en la azotea de la vivienda para entrar por el techo. Después de seis horas de atravesar angostísimos pasadizos a través de objetos de todo tipo, se encontró el cuerpo sin vida de Homer, sentado en una silla. El cuerpo de Langley, que estaba a escasos metros del de Homer, no se pudo localizar hasta dieciocho días después, bajo una montaña de libros y periódicos. Supuestamente Langley habría muerto aplastado por un derrumbe ‒accionado quizá por una de sus trampas‒ mientras trataba de acceder al lugar donde se encontraba su hermano para darle de comer. Homer, sin poder hacer nada, había muerto de inanición.
La policía y los trabajadores quitaron aproximadamente unas 120 toneladas de escombros y de basura en general. Entre los objetos retirados de la casa se incluían coches de bebé, un cochecito de muñecas, bicicletas oxidadas, comida en mal estado, una colección de armas de fuego, lámparas de araña de cristal, la capota de un coche de caballos, bustos de yeso, órganos humanos en tarros con vinagre, máquinas de rayos X, ocho gatos vivos, el chasis de un coche, tapices, relojes, catorce pianos de cola, un clavicordio, dos órganos, violines, trompetas, acordeones, un gramófono o un esqueleto humano. Y libros, muchos libros, más de 25.000. Durante una semana miles de personas se agolparon alrededor de la casa para asistir al espectáculo en que se convirtió la limpieza de la vivienda.
Tan extrema se consideró la obsesión acaparadora de Langley que el «síndrome de los hermanos Collyers» se ha pasado a considerar como un caso extremo y exagerado del síndrome de Diógenes. Entre los muchos libros que hablan de la historia de los hermanos Collyers destaca una novelita titulada Homer y Langley escrita por el norteamericano Edgar Lawrence Doctorow en 2009 y traducida al español por Miscelánea Editorial. Un libro muy recomendable que conviene tener en esa amenazante biblioteca que poco a poco va creciendo hasta convertirse en algo monstruoso y nos va robando el espacio vital.
Genial artículo, has contado la historia como si fuera un minilibro, y todo muy acorde al día de hoy. Me paso por aquí todos los días porque me encanta lo que publicáis, pero hoy me ha gustado especialmente. Biquiños!
Muchísimas gracias por el comentario. Espero que podamos estar a la altura de las expectativas creadas 🙂 Besos
Buenas tardes… Decir demencial es poco. ¡Crearon túneles de chatarra, qué fuerte! Aunque no es eso lo único sorprendente, no. Me he quedado estupefacta con lo de las naranjas, con lo del cheque, con lo del agujero en la azotea, con lo del cadáver en la silla… En fin, con todo. ¡Vaya historia…! Y el libro que se cita al final es seguro que ha de colocarse en la sección de terror de toda biblioteca que se precie. Gracias. Me ha encantado el artículo. Un saludo.
Es lo que viene siendo una historia de locos. Literalmente. A pesar de que son dos personajes muy poco conocidos en España en EEUU forman ya parte de la cultura popular, así que imagínate lo tremendamente famosos que son allí. Se ha hecho toda clase de referencias a ellos en series de televisión, cómics, canciones, libros, etc. Me alegro mucho de que te haya gustado. Un saludo.
[…] Con motivo del 23 de abril, Día del Libro, en muchas ciudades dentro y fuera de la geografía española se celebran innumerables actividades y eventos … […]
[…] o de devorar la vida de una persona y la de aquellos que lo rodean ‒y sino que se lo digan a Langley Collyer, que murió aplastado por una avalancha de libros sin ser bibliófilo‒. Entonces, más que de bibliofilia habría que hablar de bibliomanía. No es que haya habido […]