El siglo XXI, ese lugar en el tiempo que habitamos, algunos a su pesar, abrió sus puertas hace apenas quince años. Esto sugiere que, tal vez, haya entre nosotros y sobre todo entre vosotros, ávidos lectores, alguna persona lo suficientemente joven para ignorar el hecho de que existen otras muchas que vinieron de otro siglo, de otro mundo y, en fin, para qué negarlo, siendo casi extraterrestres…

   La historia de la humanidad está, pues, llena de almas que, aún hoy, transitan los más diversos parajes de la literatura universal. En no pocas ocasiones, uno se halla, sin querer, abandonando el presente para encontrarse con aquellos seres, presumiblemente animados, que dieron a luz obras inimitables que ni siquiera nos hemos molestado en hojear. Aunque existen quienes afirman que una vez se acercaron a las obras de algunos autores, en un irrefrenable deseo por reencontrarse con los que una vez conocieron de oídas. El caso es que el vil acto de leer en que sólo unos pocos han caído, comienza al fin a remitir y, con algo de suerte, lograremos erradicarlo del todo en pocos años.

   Es bien sabido que escarbando en biografías de personas que una vez fallecieron (o no), uno aparta, a veces, de su lado la obra que había comenzado a leer por tratar de averiguar quién lo hizo, qué atuendo llevaba ese día, cómo estaba decorada la estancia en que lo hizo y, quizá, por qué. Lo hace uno con tal fascinación y diligencia que, antes de ser consciente de ello, se halla cual vulgar asaltador de tumbas, desenterrando los fragmentos vivenciales de aquellos seres, en un afán incontrolable por descubrir los detalles más nimios de su vida y de su personalidad. Son una especie de arqueólogos virtuales. Innumerables ejemplares se acumulan entonces a lo largo y ancho de sus mesas, abiertos y subrayados, con un millón y medio de anotaciones, dentro y fuera de los márgenes, sólo para saber si el segundo apellido del autor era inventado o no.

   El móvil les advierte de que la capacidad de almacenamiento de imágenes está saturada de fotos de Hemingway de joven, de viejo, sentado, bebiendo, escribiendo…, o de Jane Austen, la escritora real, y de la actriz que interpreta la película también, de sus personajes más emblemáticos y de los mil vestidos, escenarios y galanes; sin contar con doscientas más de la escena en que sujeta la mano de Elizabeth Bennet al subir al carruaje…

   Pues debéis saber, queridísimos lectores, que esto es una enfermedad. No sé qué nombre recibe tal adicción, propensa al cotilleo y a la necesidad de desvirtualizar a los autores y personajes que uno ha conocido por medio de la Red o similares. Pero existe, qué duda cabe, y la padecéis, todos, hasta los que lo negáis. Os descubro en cada biblioteca, en cada cafetería, en cada escaparate de la calle y hasta en la librería… husmeando entre los libros, a veces incluso pendientes de que no os sorprendan en semejante falta.

   Y yo sé, con total seguridad, que está asociada a múltiples trastornos y alteraciones de esa personalidad tan exclusiva, impertinente, curiosa y vuestra. Por tanto, os aconsejo en mi magnánima sabiduría, que os abstengáis de continuar con vuestras prácticas dementes y, en una demostración de gran voluntad por vuestra parte, os limitéis en lo posible a leer sus obras y, no tanto, a recopilar datos y archivos acerca de sus abrigos y sus quehaceres cotidianos o, entonces sí, lograremos erradicar la lectura de la faz de la Tierra…

   A lo largo de la historia han sido muchas las personas que han dedicado su vida a escribir obras que merece la pena leer. Mas sin detenerse tanto a indagar sobre el autor o sobre su peinado, sólo leyendo y tomando nota acerca de lo que éste intenta transmitir a través de sus libros, es posible que alguien se acerque a este pequeño listado de obras que, a mi parecer, toda persona podría leer sin preocuparse en exceso de si la mano que las dio vida era masculina o femenina, soltera o viuda, rica o pobre, etcétera, etcétera, etc.

   Este pequeño listado es personal —yo soy una persona individualista y si bien conozco la existencia de otros seres, por más que estos insistan en aparecerse a mi alrededor, no suelo permitirlos entrar en contacto conmigo, salvo que habiten algún lugar dentro de mi biblioteca— no sigue, pues, ningún orden determinado ni trata de ser acorde con ranking alguno.

  1. Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley
  2. Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle
  3. Orgullo y prejuicio, de Jane Austen
  4. Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
  5. Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll
  6. El Hobbit, de J. R. R. Tolkien
  7. Fausto, de Johann W. von Goethe
  8. Drácula, de Bram Stoker
  9. Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson
  10. Hamlet, de William Shakespeare

   Este listado es sólo una muestra que pone de relieve algunas obras —muy pocas, en realidad, para las que podrían nombrarse— las cuales, siendo internacionalmente famosas, lo son más por lo que de ellas se cuenta o se ha mostrado en los medios, que por lo que dijo o hizo en sí el personaje que las protagoniza, quien de seguro encarna, en esencia, la verdadera identidad de su autor o autora.

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