Enfermos del libro de Miguel Albero

Enfermos del libro de Miguel Albero

   De entre todas las enfermedades que estamos expuestos a padecer a lo largo de nuestras efímeras vidas, las patologías relacionadas con los libros, susceptibles de sufrirlas quienes entran en contacto con ellos ‒‒no siempre necesariamente lectores‒, son algunas de las más singulares. Y aunque la enfermedad en sí misma es una afección aborrecible, por cuanto daña la salud, cuando se une a los libros en forma de bibliopatías no siempre resulta tan antipática. O al menos eso es lo que trata de demostrar el escritor Miguel Albero en Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas. Y a fe que lo consigue aunque, a decir verdad, el autor no es precisamente el súmmum de la objetividad, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo padece alguna de esas enfermedades, como advierte al acompañar la palabra «bibliopatías» con el adjetivo «propias».

   A lo largo de los ocho capítulos que conforman este breviario personal, Albero va desgranando cinco patologías libreras a través de ejemplos, descripciones, tratamientos, personajes y casos diversos ‒a ratos divertidos y a ratos terribles‒ para que cualquier lector con tendencias hipocondríacas o ciertas sospechas de ser bibliópata pueda identificar sus síntomas y, por qué no, verse retratado, sea para bien o para mal.

   Las distintas enfermedades, que según Albero aparecen ordenadas según un criterio de mayor a menor desagrado, son: la bibliocleptomanía, la bibliofagia, la bibliofobia, la biblioclastia y por último, fuera ya del influjo de cualquier desagrado, la bibliofilia. Por si acaso quedaran dudas, aunque imagino que los nombres son lo suficientemente esclarecedores, aclaro que bibliocleptómano es el que roba libros, bibliófago el que los come, bibliófobo el que los teme, biblioclasta el que los destruye y bibliófilo el que los ama. Como puede verse el breviario es personal hasta en el orden en que se exponen las enfermedades, porque, siendo honestos, siempre será preferible el robo de un libro, que al fin y al cabo es recuperable, que su destrucción absoluta y definitiva.

   De cualquier modo, después de ofrecer una breve introducción a la bibliopatía en cuestión Albero refiere algunos ejemplos curiosos. En el caso de bibliocleptomanía, por no ir más lejos, describe a varios insignes personajes históricos que la padecieron, incluyendo a escritores, y se detiene en un trastorno muy específico, el de la intrabibliocleptomanía, que es el robo de libros dentro de los libros. Así va, una por una, analizándolas todas, aunque en realidad Albero pasa rápido por las bibliopatías menores, que son las cuatro primeras, y dedica la mitad del breviario a hablar de la que él llama «la madre de todas las bibliopatías», la bibliofilia, que para algo él mismo es bibliófilo. Estoy seguro de que los que amamos los libros le perdonamos este pecadillo y personalmente, que como Albero me declaro bibliófilo, hasta se lo agradezco.

   Para entrar en faena Albero empieza distinguiendo la bibliofilia de la bibliomanía ‒para lo cual usa varios testimonios‒, llegando a la conclusión de que la segunda es la bibliofilia en su grado más exacerbado, con un punto ‒o dos‒ de locura. A continuación con muy buen criterio pone en entredicho el concepto de incunable, que eso de cambiarle el nombre a un libro en función de si se ha escrito antes o después de 1500 no parece serio para alguien que ama de verdad a los libros. Y por último, después de hablar de los completistas, aquellos que se obsesionan por acabar una colección, se detiene en lo que él viene a llamar los «Devotos de su Alteza», por profesar su amor incondicional hacia las primeras ediciones, las príncipes. En este último grupo se encuentra Albero y casi me atrevería a incluirme a mí mismo, eso sí, modestamente, que las primeras ediciones son una afición costosa.

   A pesar de que el tema central del breviario es la bibliofilia, Albero consigue distanciarse de La pasión por los libros de Francisco Mendoza Díaz-Maroto, que es uno de los libros de referencia en lo que a esta afición se refiere, por varias vías. En primer lugar, el libro de Albero no se centra exclusivamente en la bibliofilia, sino que se va deteniendo, aunque sea brevemente, en otras bibliopatías, lo que le da un enfoque muy novedoso. También se aleja de la Historia universal de la destrucción de libros de Fernando Báez, por similares motivos. En segundo lugar, Albero consigue un tono tan irónico y humorístico que incluso en los momentos más trágicos, al hablar de la destrucción de los libros y sacar a colación episodios como el de las quemas de libros en la Alemania nazi o en el Chile de Pinochet consigue que el lector esboce al menos una sonrisa.

   Por último, curiosa característica, algunas de las fuentes que maneja Albero y de las historias que relata son inventadas. No se trata de un juego para que el lector descubra, siguiendo unas pistas, qué es lo real y qué lo apócrifo, aunque puede intentar practicarse si se quiere, más bien es una consecuencia de la intención lúdica con que ha sido escrito el libro y porque para los que aman la literatura está es tan real como la vida misma, más incluso, como si formaran parte de lo mismo, lo que permite la mezcla de ficción y de investigación. Pero que no se inquiete el lector. No es la intención del ensayo engañar a nadie, y por ese motivo al final se explica qué es lo inventado en cada capítulo, como si de un crucigrama se tratara.

   Y si lo dicho hasta ahora no ha sido suficiente para encomiar el libro, el brillante prólogo convertido en elogio de la bibliofilia que le hace al libro Juan Bonilla justifica más que sobradamente el comprarlo y leerlo. Por cierto, por acabar de dar algunos datos más acerca del libro, la edición que yo he manejado ha sido la príncipe, editada por la Universidad de Sevilla con motivo de la Feria del Libro de 2009. Ignoro si será fácil de conseguir o si habrá reediciones posteriores ‒me parece que hay una‒, pero libros como estos merecen ser leídos en ediciones príncipes. Y a ser posibles firmados por el autor.

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