En este blog estamos acostumbrados a tratar los libros desde todas las perspectivas. Hemos tenido libros para acompañar con vino, libros que han llegado a matar a algunas personas, incluso libros sobre lo que te puedes sentar.

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   Pero hoy vengo aquí para hablar de los libros, la primera impresión y el atractivo físico. Reconozco que esto está fuera (muy fuera, de hecho) de mi campo como varón más bien descuidado en el arte de cuidar mi imagen. Cualquiera que analice mi look concluirá en que no tengo. Llevo puesto lo que me pongo, pero poco análisis más tiene la cosa. Por las mañanas, tras una ducha rápida, abro con respeto el armario donde la ropa está cuidadosamente desordenada en perfectos montones sin ton ni son y, con suma cautela, selecciono una prenda cualquiera al azar. Varias veces, de hecho, dado que es muy poco frecuente el día en que tengo que ponerme dos pantalones o tres camisetas arrugadas. Luego, en un periodo que ha llegado a durar más de diez minutos, guardo en mi mochila (Armario Portátil de Espalda para el Día Ordinario, APEDO) de dos a tres libros.

   Quizá el lector se pregunte el por qué del tiempo necesario para esta elección. Se debe, sin duda, a la falta de espacio en el APEDO, y a que actualmente tengo más de diez libros empezados. De hecho, algunos libros empezados actúan como marcapáginas de otros libros también a medio leer, formando una imagen similar a las que el National Geographic acostumbraba a enseñarnos. De esas en las que los cocodrilos se echaban uno o varios antílopes a la boca para un tentempie. Pues mis libros se devoran unos a otros de igual forma. Y lo hacen con libidinoso ímpetu sobre muebles, sillas o incluso mi cama.

   Es aquí [en el metro] donde extraigo con reverencia el libro del APEDO. Y cuando empiezo a fijarme en la gente que me rodea. He empezado a notar un patrón en la gente que me acompaña en el metro por las mañanas y que vuelve conmigo a casa por las tardes.

   A saber, que son extremadamente cultos. Cultos en el sentido de que leen con bastante frecuencia. Contando cien personas, cuarenta de ellas se encuentran leyendo en diversos formatos. Son, aproximadamente, cuarenta personas más (de cada cien) si las comparamos con la gente que acude al trabajo en su vehículo propio.

   Ya hayan elegido el transporte público (como yo) o no hayan podido permitirse un coche (también como yo), esta gente lee bastante. Si solo contamos a estas personas, no existirían noticias como esta, acusativos perfectamente fundados de la decadencia del mundo de las letras. La gente del metro lee mucho. Y eso me resulta atractivo.

   No sabría decir por qué, pero una chica con un volumen antiguo, decolorado en amarillo por el tiempo, me resultará de un magnetismo mucho mayor a otra que no lo posea. Al menos, de entrada. Los libros tienen algo que convierte a las personas en recipientes apetecibles de conocimiento.

   Y en no pocas ocasiones he sentido la necesidad de hablar con estas personas-lectoras para preguntarles algo sobre su volumen. El título y el autor, la mayoría de las veces.

   Sin embargo, no hace ni dos semanas que me encontré leyendo a Michio Kaku (divulgador científico) mientras un tipo justo enfrente de mí leía a Brian Green (otro divulgador). Supongo que me vio entornando la cabeza de un modo completamente antinatural y del todo indiscreto en un intento de captar el título del volumen. Un volumen que yo ya había leído, y que trataba en gran parte los mismos puntos que el libro que tenía entre las manos: Hiperespacio, del ya mencionado Michio Kaku. Él levantó la vista del libro, observó primero mi cabeza e, imitandome mientras colocaba el libro para que yo pudiese verlo, leyó mi portada y sonrió. Me dijo un par de palabras: «Física divulgativa, también».

   Y comenzó uno de los viajes de 40 minutos más ameno que he tenido, en el que hablamos de las diversas posturas de ambos autores en relación a los mismos conceptos de teorías físicas. Así como nuestras hipótesis más creíbles de formación y muerte (si la hubiese) del universo. Y continuamos con los multiversos y los viajes en el tiempo. Creo que, si en cualquier momento hubiese podido interrumpir uno de esos documentales de Carl Sagan para preguntar, me hubiese sentido del mismo modo.

   Y, desde luego, si mi compañero de viaje hubiese sido de un sexo diferente (una hembra, un ordenador cuántico o sklee, por ejemplo) le hubiese pedido su teléfono.

   Atracción por inducción literaria.

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