El otro día me devolvieron un libro que contiene una dedicatoria —o une dédicace, como dirían los franceses, palabra que me encanta— de una de mis escritoras favoritas, Amélie Nothomb, autora sobre la que hace poco escribí un artículo para esta página y con quien tuve la suerte de coincidir en la Feria del Libro de Bruselas en el año 2013. Cuando recuperé la obra en cuestión, Le Sabotage amoureux, me sorprendió darme cuenta de la importancia concedida al regreso de una simple firma a mi biblioteca particular. De esta historia nació el siguiente relato:
Corría el año mil novecientos noventa y nueve, pero por las calles de Cambridge no corría ni una fina tira de brisa. El calor del verano había golpeado a los habitantes de la ciudad y los había dejado notablemente aturdidos. Todo átomo de energía había abandonado aquel lugar, que luchaba por mantenerse a flote en medio de un océano de lentitud y pesadez.
En esa ciudad, a media altura de la calle Silver Street, existía un pequeño jardín donde habitaban varias clases de flores. Entre ellas, los girasoles destacaban por su altura. Los turistas se acercaban allí para sacar fotografías impregnadas de pinceladas de todos los colores, y luego todos se pasaban semanas mostrando esas capturas, como si el viaje los hubiese convertido en artistas. Sin embargo, al enseñar las instantáneas, los viajeros no solo hacían comentarios acerca de aquella magnífica combinación de colores, sino que también señalaban lo pintoresca que era la fachada a la que el parterre servía como antesala. Estaba teñida de un blanco crema y cada una de las cuatro ventanas que se abrían sobre ella estaban delimitadas por un marco de color distinto: naranja, azul celeste, verde y amarillo. Sobre la blancura de aquella superficie se habían pintado figuras que previamente se habían trasladado de la mente de la pequeña Emily a un folio en blanco.
—¡Abuelo James! Todavía no has puesto ahí fuera el dibujo de la tetera que te regalé la semana pasada.
Nada más bajar del coche de sus padres, la pequeña Emily se había percatado de que esa semana la parte delantera de aquel hogar no presentaba ninguna novedad, por lo que, tras fruncir el ceño y disfrazar su cara con una mueca en la que confluían ira y rabia, cruzó la verja y el vergel a toda prisa y abrió la puerta de la casa visiblemente encolerizada.
—Oh, mi pequeña Emily, me he olvidado, lo siento mucho. Pero, espera un momento… ¿la semana pasada no dibujaste una galleta?
Los padres de la pequeña, que habían imitado los pasos rápidos de su hija y acababan de cruzar la puerta principal, intercambiaron una mirada en la que se mezclaron compasión y tristeza. Habían decidido ocultarle a la chiquilla que el Alzheimer estaba empezando a comerse a trocitos la memoria de su abuelo —por suerte, los mordiscos todavía eran pequeños—.
—Era una tetera que se convierte en galleta cuando ya no tienes sed y te entra el hambre. Te lo expliqué en la biblioteca antes de merendar. ¿Cómo no te has acordado? ¡Me dijiste que era una de mis mejores historias!
Los padres de la chiquilla expiraron aliviados.
—Cierto, pequeña. Vamos a por ella y de paso me encuentras otra. Sylvia, David, ¿me la prestáis unos minutitos?
—Por supuesto, papá —contestó Sylvia con una sonrisa comprensiva.
Mientras sus padres se dirigían a la cocina para saludar a la abuela, Emily subía a la biblioteca de la mano del abuelo.
(…)
—Mira, tengo el dibujo guardado aquí, en el primer cajón del escritorio. Mañana sin falta lo pinto en la fachada, ¿te parece bien?
—Vale, pero quiero que sea grande, ¡muy grande! Y quiero que eche humo, mucho humo.
—¿Una galleta humeante, Emily?
—Claro, ¡como si estuviera a punto de convertirse en tetera!
Mientras el abuelo rescataba el dibujo, a Emily le llamó la atención la cubierta de terciopelo rojo de un volumen que reposaba sobre la mesa y, curiosa, lo abrió.
—Abuelo, ¿quién es Anne Stevenson?
—Una buena amiga, ¿por qué lo preguntas? Ah, ya veo.
—¿Y por qué a ella le dejas pintar en tus libros y a mí no?
—No es un simple dibujo, mi pequeña. Se trata de su autógrafo.
—¿Qué es eso?
—Un autógrafo es la firma de alguien que goza de cierta fama.
—Pa-ra mi a-mi-go Ja-James Plath con ca-ca-ri-ño y ad-mi-ra-ción —leyó en voz alta la pequeña, que todavía estaba acostumbrada a leer por impulsos de sílabas.
—Muy bien, Emily, ¡cada vez lees mejor! Verás: un libro dedicado es una joya. Además de su firma, muchos autores te regalan alguna frase. A día de hoy todo el mundo puede adquirir un ejemplar de cualquier obra en una librería, pero tener un libro con dedicatoria es especial. Es un libro reservado para ti. Un libro que solo existe gracias al vínculo que a ti lo une. Yo tengo muchos en mi biblioteca. De hecho, las firmas de diversos autores son lo que la hacen tan valiosa. Esta biblioteca tiene mucha magia.
—¿Dónde está esa magia, abuelo?
—En esas dedicatorias, por supuesto. Tuve la gran suerte de ser amigo de muchos autores de los volúmenes que hay en estas estanterías. Cuando compraba una obra suya, siempre le pedía que me la firmase. Desgraciadamente, muchos de esos artistas ya han fallecido. A veces me entran ganas de recordar sus dedicatorias y, al releerlas, me pongo muy feliz. A través de ellas viajo a momentos irrepetibles, recuerdo anécdotas curiosas o simplemente gozo con líneas que son pura poesía. Muchos escritores también añaden a sus palabras dibujos preciosos. ¿Por qué pareces triste, pequeña?
—Porque yo no he escrito ningún libro y no puedo hacerte feliz con mi dedicatoria…—contestó Emily cabizbaja.
—Pero ¿qué dices? ¡Ahí afuera, en la fachada, hay millones! Tus dibujos son las dedicatorias más valiosas que poseo, y no soy el único que aprecia su valor. ¿Por qué crees que tanta gente le saca fotos a esta casa?
—Pero, sin firma, mis dibujos no valen nada…
—Pues ya tenemos qué hacer hoy. Me vas a trazar tu firma, bien grande y bien bonita. Nadie podrá comprar nunca esta casa porque cuando pintemos tu nombre fuera, su valor será incalculable.
Una sonrisa gigante se dibujó en la cara de Emily. James cogió un lápiz y un folio en blanco y sentó a la pequeña en la mesa, que cubrió toda la página con su nombre. Trazó las líneas muy despacio y con sumo cuidado. Durante la tarea, su lengua salió de su cavidad debido al esfuerzo. Cuando hubo acabado, abuelo y nieta descendieron al piso inferior, prepararon la merienda y disfrutaron de la comida y del otro en el jardín. La niña era un soplo en contra del viento del tiempo. La brisca fresca de James.
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