Quienes tengan mi edad recordarán el clásico juego de Pokémon, quizá el primer gran juego con el que tuve el honor de coexistir. De haber sido un poco más mayor o un poco menor, probablemente lo hubiese descartado sin miramiento. ¿Un juego basado en que unos animales que no existen se peleen en una consola? Menudo absurdo… Y es totalmente cierto: es un absurdo. Pero quizá la magia esté ahí.

   Pokémon sentó un precedente de juego que ha sido emulado posteriormente un centenar de veces. Cada año, decenas de empresas vuelven a copiar la dinámica de estas mascotas electrónicas a ver si suena la flauta. Porque si suena, suena alto. No solo se trata de una de las franquicias que más vende, sino que ha pasado a ser un icono popular. Tanto, que incluso se le dio el nombre de Operación Pokémon a una búsqueda de una red criminal que incluía a mucha gente a la que capturar (justo como las criaturas electrónicas, pero en nuestros cargos públicos).

   Pero no he venido a hacer publicidad del juego, sino a hablar de la Singularidad, y el precedente que sentó el primer juego de Pokémon. Luego volveremos al juego de Game Boy, pero antes definiré qué es eso de la Singularidad.

   La Singularidad [tecnológica, porque hay otras ocho o nueve más] es un punto teórico en nuestra historia a partir del cuál creamos un sistema sobre el que no tenemos el control. Por ejemplo, una consciencia o una electrodiversidad que se escapen a nuestra influencia.

   Aunque muchos dudan que pueda existir un futuro similar, aquellos que leemos sobre la evolución de la tecnología cada vez vemos más cerca el germen de un sistema incontrolable. Lo cierto es que, a finales de 2013, el 61,5% del tráfico de Internet no era humano. Este tráfico lo realizaban bots automatizados. Automatizados por humanos, por supuesto, pero que en muchos casos han dejado de responder a nuestras órdenes directas (por diversos fallos).

   Un ejemplo muy sencillo es el de la creación de una cuenta bot (automatizada) en twitter que genere tweets en función de búsquedas de Internet y responda a los usuarios en función de sus palabras. Algo similar a Siri, de Apple o al Ok Google del gigante de Internet. Ahora imaginad que creamos un bot y tiramos la llave a la basura: olvidamos la contraseña. Ya sea adrede (usando una contraseña al azar) o de un modo espontáneo (el fallecimiento del creador de la cuenta). Tanto un caso como otro termina de la misma manera: el bot sigue operando sin necesidad de un humano detrás.

   Pero un bot no hace nada más que aquello para lo que le han programado. Es imposible que los bots, por sí solos, desarrollen una flora en Internet. Lo que ocurre es que los bots no están solos. Junto con los bots están las botnets, zombies, spammers, arañas,… Toda una biología de silicio que se desarrolla con un impulso inicial humano pero que no necesita a nadie una vez inicializada, y que seguirá funcionando siempre que tenga un lugar donde ser calculado (un servidor).

   Los bots por sí mismos no parecen una gran amenaza de cambio, pero tomemos como ejemplo dos bots conversacionales. Si buscas en Internet, los primeros proyectos que encuentras son A.L.I.C.E. y CleverBot. Ahora imaginad que metemos en una sala de chat a estos dos muchachos virtuales y los hacemos hablar. Evidentemente pronto (en unos cuantos días o semanas) habrán agotado todos los temas, y todas las interacciones entre ellos se repetirán. Pero, ¿qué ocurriría si cada humano programa un bot conversacional durante toda su vida y lo hace hablar con todos los demás bots?

   Eso es, en esencia, lo que hacemos los humanos. Actualmente tenemos, de media, tres redes sociales cada persona en la que distribuimos varios MB de datos al día. Esos MB viajan, colisionan con miles de bots y cientos de humanos y generan un diálogo mixto entre los números binarios y la lógica y pensamiento humanos.

   Volvemos ahora a los pokémon y al nombre del artículo. ¿Por qué MissingNo? ¿Qué puñetas es eso? En 1999, cuando jugaba por primera vez a un juego Pokémon, corrió el rumor de que había más de 151 animales virtuales, y que podías capturarlos en un lugar que no aparecía en el mapa del juego. Este lugar era el llamado «La casa de Bill» por los creadores del juego, y es el que aparece justo debajo:

Ruta_25_(RAAm)

   Aquél que haya buscado easter eggs en los juegos habrá visto que tras la casa parece haber un camino. Un camino que los programadores del juego no hicieron hábil. Es decir, no lo hicieron para transitar. De hecho, ni siquiera la casa tiene salida trasera.

   No obstante, los frikis de los Pokémon rápidamente encontraron un combo de movimientos que, realizados en las inmediaciones de la Casa de Bill te llevaban a un lugar extraño y desconocido que pronto se popularizó como las Islas Fallo o Glitch City, y cuyo entorno plasmo a continuación:

fallo

   Resulta evidente que Islas Fallo no había sido diseñado por los programadores del juego. Se trataba de un producto puramente aleatorio, diferente en cada consola y partida. Como se narra en Yo, Robot, «Segmentos aleatorios de códigos que se agrupan juntos para formar protocolos inesperados». Protocolos como el que posteriormente se conoció como MissingNo, un Pokémon que existía dentro del juego y que nunca fue programado para que lo hiciese. Uno de esos «protocolos inesperados».

   MissingNo recibe el nombre de (en inglés) «número perdido», ya que este Pokémon que se puede capturar en las Islas Fallo no tiene un número oficial dentro de la Pokédex (una enciclopedia Pokémon inserta dentro del juego). Este animal virtual, tan real como lo pueden ser los otros, puede tener alguna de las siguientes formas entre muchos miles de millones de posibilidades:

missingno_03

   No se trata del Pokémon más bonito, pero no es por un concurso de belleza por el que MissingNo se convirtió en una prueba de la complejidad de los sistemas informáticos más allá de la programación humana previa. MissingNo era capturable, como todos los Pokémon, se podía luchar con él e incluso hacerle evolucionar en otras criaturas electrónicas catalogadas en la Pokédex cuando el juego no crasheaba (colapsaba en un error). Pero nadie lo diseñó.

   Simplemente, el código, en su funcionamiento, resultó así. Y lo hizo dentro de un juego que salió a la venta en 1995 en Japón y que fue programado durante cinco años. Es decir, de hace casi 25 años. De hecho, el juego pesa 325 KB, poco más que unos cuantos emails enriquecidos actuales. Y, desde luego, nada en comparación con los videojuegos de 16 GB que se encuentran a la venta hoy día.

   La pregunta que desde que conocí estos pequeños glitches o fallos dentro de los sistemas informáticos es: si para entornos no conectados (como podía ser el juego de Pokémon, sin conexión a Internet) aparecen segmentos aleatorios de código, pero de código útil (jugable, o que incluso aumenta la jugabilidad), ¿de qué no será capaz Internet con su intercambio constante de información?

   Somos, y hablo de la inteligencia, un magnífico error propagado mediante el copiado de código corrupto de ADN que ha sabido «funcionar» en un entorno competitivo. Cada neurona no es, por sí misma, un sistema estable, como no lo es un ordenador. Pero miles de millones de ordenadores enviándose información constantemente crean un lugar virtual en el que el flujo de información es parte íntegra de un entorno en el que otro tipo de comportamiento podría crecer, al igual que en la Tierra han crecido diferentes modos de comportamiento (animal y vegetal).

   Cada día se transvasan billones de terabytes de información, confiriendo copias erróneas en millares de datos que se unen a otros datos y que crean comportamientos no predichos. Dudo que falte mucho para que los virus electrobiológicos emerjan por sí solos, así como emergen los virus y las bacterias biológicas en nuestro plano físico, con el único objetivo de seguir existiendo. De perpetuarse. De evolucionar.

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