Hace unos días preguntaba sobre cuál es el primer libros que recordabais, y quedé encantado con la participación. A la gente le gusta comentar sus lecturas, aunque muchas veces no seamos capaces de rememorar aquél primer libro que nuestras neuronas hicieron suyo y cuyo pensamiento, no nos engañemos, nos ha acompañado hasta donde estamos ahora. Nos ha acompañado hasta aquí.

   Es gracias a ese primer libro que nuestros padres, nuestra familia o amigos y, en ocasiones, nuestro colegio, nos inculcó el amor por la lectura, por las palabras impresas en hojas, ya sean digitales o en papel.

   Es por ello que me he animado a escribir un artículo continuación. O, más exacto, un artículo de la misma temática y que enlaza al artículo anterior. Porque la pregunta “¿Cómo hacer que nuestros hijos lean?” es algo que se busca mucho en Google, y el gigante no siempre da las pautas adecuadas.

   La mayoría de los expertos te dirán que tu hijo leerá cuando te vea leer, y que si no te ve leer nunca llegará a tocar un libro. Será que mi entorno es un lugar extraño de la sociedad, pero lo cierto es que tengo ejemplos tanto a favor como en contra de este principio, y en partes iguales. Mi hermano, hijo de dos personas lectoras, es incapaz de encontrar motivador un libro, mientras que yo, criado exactamente del mismo modo, soy más libro que persona. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? ¿Por qué a mi hermano no le gustan los libros? ¿Por qué a mí sí?

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   No deja de resultar curioso que, hacia la edad de cinco años él y yo siete, ambos devorábamos libros sin parar, pero de repente él dejó de hacerlo. Dio la casualidad de que en ese año sus profesores le quitaron los libros que él quería leer y le obligaron a leer los que a ellos les daba la gana, aquellos que la educación consideraba correctos (y que suelen ser un absoluto pestiño). Así continuamos ambos hasta bachillerato, en una carrera armamentística contra los profesores. Mi hermano estuvo obligado a leerse libros como el Quijote, mientras que yo pude elegir maravillas como IT. Por mi parte, me di cuenta de que la lectura de aquello que no me interesaba me hacía sufrir como a quien le hace sufrir una carga de deporte extremo. Por eso, desde pequeño, traté de convencer a mis profesores para leer aquello que deseaba leer.

   Algo de lo que no parecen darse cuenta los profesores es que no todos los alumnos avanzan al mismo nivel. Para cuando el grueso de mis compañeros estaban más que preparados para leer El árbol de la ciencia, de Pio Baroja, yo lo encontré profundamente depresivo y sin sentido. En aquél momento mi cabeza solo podía pensar en la fantasía épica, y cualquier volumen que se saliese de aquél esquema carecía en absoluto de valor. Muchos de los libros de obligada lectura en el instituto muestran hoy en día el mismo interés para mí que abrirse la mano a martillazos.

   El hijo de una antigua compañera de trabajo, de unos diez años, es un gran lector, y lo es porque su madre no filtra ni uno solo de los libros que lee. Con esa edad, se ha aficionado a los libros de pesadillas. Estos libros, calificados para adolescentes, suelen ser filtrados por los padres para que no lleguen al cerebro de sus hijos. “Luego tendrá pesadillas” o “no será capaz de entenderlos” suele se el principal factor para negárselos. En su lugar, les regalan aburridos libros sin interés.

   Es por eso que creo que uno de los parámetros clave es que el niño elija su propio libro. Que acuda a la librería, biblioteca o biblioteca privada, elija uno y se lo lleve. Él sabe si le gusta o no, y si lo hace, entonces no importa el nivel del libro. Cuando un niño quiere leer, no hay nada que le limite, ni siquiera ruidos externos.

   Me recuerdo a mí mismo, con bañador, en el césped junto a una piscina. Leía una serie de libros llamados Animorph, cuyo interés era mucho mayor que los corros de niños de mi edad agolpados por la piscina. El libro lo elegí yo de una estantería unos días antes, y la siguiente semana a aquél día de piscina ya había comprado con mi paga todos los libros en castellano de esa serie. Recuerdo cómo cuando terminé el primer libro le pregunté a mi madre si podíamos ir en ese momento a la librería más cercana a por el siguiente. Como esa petición no estaba dentro de los planes, por otro lado lógicos, dejé el libro en la toalla y fui a jugar con el resto de niños. Pero tras acabarlo, no antes.

   Cuando un niño quiere leer, encuentra el modo. Cuando no, también. Aquí está otro consejo: no obligues a tu hijo a leer. Leer es, todos lo sabemos, una habilidad social muy útil. Pero hay otras, y nuestras preferencias e idiosincrasias no deben sesgar la vida de los más pequeños. Pero, por suerte, podemos engañarlos de un modo bastante fácil.

   Carmen, otra conocida, tiene un hijo de quince años (Gonzalo) y para ella se volvió una auténtica tortura forzarle a leer. Lo hacía muy mal, desganado y sin concentrarse en las palabras. El resultado fue un constante esfuerzo malgastado por parte de la madre y una tortura injusta para su hijo. De modo que entre varias personas ideamos un plan.

   Un día, Carmen llegó a casa con un gran paquete envuelto en papel de regalo y con un lazo. Sin darle demasiada importancia, lo dejó claramente visible en la entrada de la casa. Ese punto enlazaba el pasillo a las habitaciones, la cocina y el baño, con lo que era con diferencia el más visto de toda la casa. Carmen no habló del regalo hasta que Gonzalo le preguntó por tercera vez con insistencia. Las dos primeras, Carmen tenía instrucciones de responder escuetamente “Es un regalo”, “Es para alguien que no conoces”, “¿Para qué quieres saberlo?”. El objetivo era incrementar el interés del niño por el paquete, su curiosidad y su envidia. ¿Por qué alguien que él no conocía recibía un regalo y él no? Las instrucciones eran fáciles para Carmen. Debía dar a entender que aquél regalo no era por algún cumpleaños o un evento de esas características. El regalo era “para alguien que no conocía Gonzalo” y sin ningún motivo previo. Porque sí.

   Como habíamos previsto, Gonzalo, en su envidia, siguió tratando de sonsacar información a su madre hasta que ella confesó. Se trataba de nueve libros, pero “Gonzalo, a ti no te van a gustar, son demasiado difíciles para ti”. Otro aspecto de los niños pequeños es que son altamente retables. Basta decirles que una aburrida charla sobre política solo deja entrar a niños de 1,20 metros para que al día siguiente anden vestidos con las botas más altas que tengan. De modo que Gonzalo siguió insistiendo: “Claro que podía leerlos”.

   Al final, Carmen abrió el papel de regalo y mostró a Gonzalo los nueve libros. “Gonzalo, son para el hijo de una amiga, no para ti… Bueno, si quieres uno te lo puedes quedar hasta que te lo termines, pero luego se lo damos a mi amiga.”

   Gonzalo ya estaba enganchado al anzuelo. Nadie le estaba obligando a leer nada, y aun así deseaba uno de esos volúmenes. Tenía nueve libros increíbles de todas las temáticas: desde fantasía épica hasta un libro sobre el espacio. Los habíamos seleccionado con mucho cuidado de una biblioteca gratuita llamada Tuuu Librería para que coincidiesen con los gustos de Gonzalo. Él eligió tres de ellos, y su madre volvió a insistir en que solo uno. Al final, dando su brazo a torcer y llegando a un acuerdo, Gonzalo solo se pudo quedar con dos de los libros, pero habría que devolverlos en unos días.

   “Sí, sí” afirmó Gonzalo, quien devoró los libros rápidamente para no quedarse sin su interior. Carmen le dijo que había más libros de donde había sacado este, y que eran gratis. Podría acompañarla la próxima vez si quería leer otro libro, el que él eligiese. Gonzalo es ahora un lector increíble, y lo es porque quiere.

   Obligar a nuestros hijos a leer no suele ser el mejor modo de que lo hagan. Aunque existen métodos, como el de Gonzalo, para que una curiosidad que ya estaba ahí se desarrolle. Si no hubiese querido leer, habría descartado los libros como un regalo envidiable y Carmen solo hubiese tenido que volver con los libros a la librería.

   Mucha gente seguirá preguntándose “cómo hacer que mi hijo lea” sin darse cuenta de que la respuesta es la misma que “cómo hacer que mi hijo quiera jugar al fútbol, nadar, participar en concursos de debates o viajar por el mundo”. Los niños tienen su personalidad, y podemos influir en ella muy levemente. Obviamente, una casa con una biblioteca será caldo de cultivo para un lector, al igual que una con amor por las motos o el fútbol tendrán un alto índice de mecánicos y futbolistas entre sus hijos.

Nunca lo hemos tenido tan fácil como hasta ahora para leer, habiendo auténticas barras libres de lectura. ¿Cuál es tu excusa?

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