No es necesario ser un purista recalcitrante o el heredero de Harold Bloom para preferir una representación de los clásicos tradicional. Los clásicos son clásicos y al igual que cada cuarto de siglo no retocamos La Gioconda de Leonardo da Vinci para adaptarla a los nuevos tiempos, reniego de que semejante actualización se le aplique al resto de las respetables disciplinas artísticas como la música, la ópera o el teatro.

   Cuando asisto a una representación de Hamlet no quiero ver una panda de tipos desnudos, pintados de color verde, correteando por el escenario armados con palos de golf para reivindicar la traición del hombre a sus principios morales. Tampoco me apetece ver a Violetta y a Alfredo vestidos con monos de mecánico y empuñando llaves inglesas en el escenario de la revolución industrial británica. Ni Romeo y Julieta vestidos de domadores de leones, ni una Noche de Reyes con drag queens y médicos de urgencias de la seguridad social, ni un enfermo imaginario con zombis en una época post apocalíptica nuclear. Me disgusta incluso que en las representaciones teatrales de las obras adaptadas de Agatha Christie los personajes apliquen la técnica de slow motion y hablen como punkis de los años noventa.

Surrealista puesta en escena (Düsseldorf, 2013), con nazis y cámaras de gas, de la ópera “Tannhäuser y el torneo de trovadores del castillo de Wartburg”, de Richard Wagner (1813-1883). “Tannhäuser” fue presentada por primera vez en 1845, sucede en la Edad Media. Los temas principales son la lucha entre el amor sagrado y profano y la redención a través del amor.

Surrealista puesta en escena (Düsseldorf, 2013), con nazis y cámaras de gas, de la ópera “Tannhäuser y el torneo de trovadores del castillo de Wartburg”, de Richard Wagner (1813-1883). “Tannhäuser” fue presentada por primera vez en 1845, sucede en la Edad Media. Los temas principales son la lucha entre el amor sagrado y profano y la redención a través del amor.

   Por desgracia, mi cosmopolita ciudad siempre ha sentido una tremenda debilidad por la experimentación teatral, las perfomances futuristas, las interpretaciones actualizadas y las nuevas tendencias artísticas provisionales según el avance del siglo. Y si bien es un lujo cultural que Barcelona sea cuna de muchas de las vanguardias artísticas occidentales (¡un privilegio histórico!), también lo sería que esas vanguardias dejasen en paz a los clásicos y se dedicasen a una producción original y propia de su tiempo y de sus dignos e interesantes principios artísticos conceptuales.

   No me interprete mal el lector, las vanguardias artísticas tienen toda mi simpatía y el arte de nuestro siglo mi admiración más rendida. Pero es que los historiadores romanos (República e Imperio) seguimos escorando hacia un respeto de la magnificencia de los clásicos. Yo quiero ver a los personajes de Molière con sus calzones y miriñaques del siglo XVII, a los shakesperianos paseando por la Europa Isabelina y a los protagonistas de las óperas de Verdi, Donizetti o Puccini con los ropajes de sus respectivos delirios amorosos y mortales.

   Los clásicos tienen la suficiente fuerza escénica como para seguir brillando con luz propia ajenos al paso del tiempo, a cualquier cambio de siglo. Son los actores y los intérpretes, con su pasión, la dicción extraordinaria de sus textos y letras, la pulsión de sus instrumentos, quienes imprimen la actualidad contemporánea de una escritura/partitura atemporal y eterna como el ingenio de quienes las crearon. No necesitan cambio de contexto ni actualización porque su lenguaje, su mensaje, su esencia es tan inmortal e imperecedera como los sentimientos universales de su tejido. El amor, la muerte, la traición, la venganza, la pena, la locura, la ambición… puestos en escena por los grandes escritores y dramaturgos de las épocas pasadas son tan eternos como la propia Historia de los hombres que alguna vez sintieron.

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