Francis Picabia es uno de esos artistas todoterreno e inclasificables en el terremoto de las vanguardias de comienzos del siglo XX. Pasó por los estilos contemporáneos más destacados a cien por hora, con tanta velocidad y fecundidad como exigía la experimentación. Hizo sus pinitos en el postimpresionismo, en el cubismo, en el fauvismo, en el dadaísmo, en el surrealismo, en el arte abstracto, en la pintura figurativa y en el collage, a veces superponiendo estilos, lo que da cuenta de la heterogeneidad de muchas de sus obras. Apuró hasta los últimos sorbos la bohemia parisina, frecuentó clubs, callejuelas, talleres, cabarés, casinos, fumaderos de opio y otros lugares de dudosa moralidad, se burló de los burgueses como el que más, contribuyó sin miramientos a escándalos, provocaciones y pleitos entre la nueva hornada de artistas, escribió y editó con estilo mordaz y lacerante y, ante todo, fue apóstol aventajado del dadaísmo, aquellos que descreyeron del arte y su legitimidad.
De todas esas peripecias vitales rinde cuenta en la que sería su única novela, Pandemonio, escrita en 1924 y hallada casi milagrosamente en 1971 entre sus desordenados papeles. Fue publicada en Francia tres años más tarde, completa salvo por cuatro páginas que no terminaron por aparecer, y ahora se presenta por vez primera vez en castellano, en una impecable edición de la mano de la editorial Malpaso. Impecable por cuanto que respeta la edición original, cuyas notas a pie de página son imprescindibles para descifrar las constantes menciones a personajes reales del París de los años 20, que en en muchos momentos aparecen ocultos bajo nombres falsos.
El hilo argumental que enlaza los doce capítulos que componen la novela no puede ser de lo más sencillo y al mismo tiempo de lo más cáustico: un joven y obstinado literato llamado Claude Lareincay persigue incansablemente al maestro Picabia dentro y fuera de París para leerle el manuscrito de su primera novela, El ómnibus, bastante pastelosa y muy del siglo XIX, por cierto. Picabia intenta quitarse de encima a Lareincay por todos los medios habidos y por haber, incluso concertando la boda del joven con una de sus amantes, y de paso no pierde oportunidad de mofarse de la obra del aspirante a escritor, con socarrones comentarios y sarcásticos parabienes.
Poco importa el desenlace de este acontecimiento: el tono costumbrista permite intuir con facilidad que es un pretexto de Picabia para instalarse en una posición de autoridad que le permita observar a cuantos le rodean con una mirada cargada de ironía complaciente y expresar, de un modo un tanto fragmentario, su peculiar filosofía de vida y de arte. La enjundia de la novela está, en cambio, sobre todo en el ajetreado desfile de excéntricos personajes, muchos de ellos camaradas de correrías de Picabia o al menos, con desavenencias de por medio, compañeros de vanguardia. Picabia reparte leña con casi todos. Picasso aparece desmesurado y Jean Cocteau caricaturizado; el núcleo del grupo surrealista, con Louis Aragon, Philippe Soupault y, sobre todo, André Breton, concentra con diferencia el mayor número de burlas. Fruto de ellas Picabia parodia ‒o no‒ las célebres sesiones de espiritismo e hipnosis del grupo. El detalle de la fecha en la que Picabia escribe Pandemonio no carece de importancia. En 1924 Breton escribió el primer Manifiesto Surrealista, que dejaba fuera de juego a Picabia.
No es de extrañar que la lectura del manuscrito de Pandemonio le resultara bastante irritante a Breton, como se lo hizo saber a su todavía amigo en una carta llena de franqueza. Picabia no solo no se retracta sino que agudiza rencores y contraataca. Se inicia entonces en revistas y diarios una guerra entre Picabia y los surrealistas, con Breton a la cabeza, con artículos que van desde lo totalmente explícito a lo sutilmente sugerido. Sin embargo, Picabia tenía las de perder. A pesar de ser diecisiete años menor, Breton se había granjeado un buen círculo de amistades y tenerlo como enemigo podía resultar muy contraproducente. La venganza personal de Picabia fue rehacer las veintinueve primeras páginas de Pandemonio, llenándolas de rayos y centellas, para después lanzar el manuscrito a un cajón y olvidarlo para siempre, consciente de que tampoco es que tuviera mucho que decir.
Pero en realidad sí que tenía mucho que decir. Sobre las vanguardias se han escrito miles de páginas de todo tipo, desde ensayos u obras de ficción a guiones cinematográficos. Sin embargo, pocos textos tienen la sinceridad y la autenticidad que puede ofrecer el testimonio vívido de uno de los protagonistas de esta turbulenta etapa. Aún siendo ficción, Pandemonio es uno de los relatos fundamentales para conocer de primera mano el bullicio vanguardista que se produjo en el emblemático París de los años veinte.
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