Perros, Gatos y Lémures
Te encierras en tu habitación aprovechando que estás solo, llega el momento de sentarte y trabajar en tu relato… pero no hay manera de concentrarse. Primero pruebas a ponerte alguna canción, que lo único que hace es distraerte —aunque sea en una lengua extranjera, según el consejo de Vila-Matas que no sabes dónde escuchaste—; después no solo eliminas la música, sino cualquier ruido cerrando herméticamente la ventana, pero tampoco funciona. Acabas por ponerte a escribir al teclado mientras tratas de acompañar a tus nervios moviéndote de un lado a otro, balanceándote como si en lugar de escribir estuvieras tocando el piano, componiendo sobre la marcha. El problema es que sin darte cuenta has dejado de juntar palabras, has ido enlazando páginas web y acabas fijándote en el título de un libro que te llama la atención: Perros, Gatos y Lémures, de la editorial Errata Naturae. Te desesperas, apagas el ordenador, intentas escribir a mano, como hacías antes, pero sigues sin concentrarte. Sabes que acabarás yendo a por ese libro.
El prólogo ya es prometedor; los editores se encargan de ejemplificar los límites de esa soledad que se necesita para escribir. Se descubre entonces que Marguerite Duras requería el máximo grado de aislamiento, ni siquiera escribía en el jardín porque allí se encerraban con ella los ruidos de los animales.
Entonces, ¿dónde acaba y empieza la soledad? Lo cierto es que otros escritores incluyen en su soledad a los animales de compañía. Tal vez no cometan un error al considerar también soledad eso que viven junto a las mascotas, porque estas acceden a la máxima intimidad del escritor: ven su desesperación, sus tachones en el folio, su éxtasis ante una nueva idea…, ven al escritor como nadie más le ve. Esta soledad es «un modo de estar solo y retirado sin estarlo del todo». Para el creador esta falsa soledad no es una manera de ningunear al animal, de identificar a la mascota con la nada, sino de fusionarlo con él, de identificación; ambos terminan siendo uno.
Sigues sin poder escribir. Esperas impacientemente hasta que llega tu chica y le sugieres que te acompañe en tu habitación mientras trabajas en tu relato. Accede, pero empieza a hablar; y entonces le pides, por favor, que permanezca en silencio; su presencia te ayuda, sus palabras te desconcentran. El truco de incluirla en tu soledad funciona por un momento, pero acabas pensando que por extravagancias como esta terminarás solo, abandonado como un perro.
Perros, Gatos y Lémures es un artefacto coral en el que varios autores exponen las relaciones con las mascotas de otros escritores históricos, o las suyas propias. Vemos a Julio Cortázar mostrándonos la frontera —algo soluble— del estilo perro junto al estilo gato; el primero mucho más fiel, atendiendo a las palabras, a la gramática, a la corrección; y el estilo felino mucho más intuitivo, emocional, «que se deja mover por las sensaciones». Cortázar conoció a un perro llamado Rilke, algo que le sorprendió solo en parte porque «el poeta Rilke era un escritor tipo gato, pero un gato sin sentido del humor, así que un gato tipo perro». El mismo Cortázar bautizó a su gato con el nombre Teodoro W. Adorno, en honor al filósofo alemán. Existe también otra frontera que nos aguarda en las fotos del escritor argentino con este gato; una fusión, ya que es difícil decidir «cuál es el hombre y cuál el gato, o dónde empieza el gato y termina la persona».
El mismo paralelismo entre ambos —felinos y escritores— existe en la idea de Jane Bowles —que viviendo en Tánger con Paul Bowles se relacionó con varios escritores, como Burroughs, también incluido en el libro junto a sus variadas mascotas—, manteniendo que dos gatos no deben de estar nunca juntos, al igual que dos escritores tampoco deben de estarlo porque «ninguno de ellos consigue la atención que desea». Jane Bowles también coincidió en Tánger con Truman Capote, a quien regaló un perro llamado Manchester.
Pero por quien Capote tuvo especial devoción fue por su perro adquirido en Harrods, Charlie, que creció en la casa donde ya habitaba Diótima, gata que tenía un origen distinto al suyo, ya que había sido rescatada por Jack —compañero de Truman Capote— de las calles de Grecia. Diótima veía resignada cómo el acomodado Charlie no apreciaba la suerte que tenía al poder acurrucarse junto a Capote, que enfundado en su pijama de seda escribía desde la cama. Jack, Charlie y Diótima fueron acompañantes en los viajes y testigos directos de esa obsesión de Capote para poder redactar A Sangre Fría. Sin embargo cuando el escritor se veía obligado a viajar solo le mandaba postales —incluso acompañadas de huesos— a Charlie.
Otra escritora acostumbrada a los viajes fue Virginia Woolf, a quien le encantaba «detenerse en lugares en los que no ha estado nunca nadie»; pero su tour europeo en la primavera de 1935 tendría un regusto doloroso: al regresar los Woolf se encontraron al jardinero enterrando a Pinka, su cocker spaniel. Esto la encerró aún más en la escritura, la escritura curativa. Virginia homenajeó a Pinka en su libro Flush, que aunque hace referencia directa al perro del mismo nombre de Elizabeth Barrett, supone una descripción de la propia Pinka —es su imagen la que aparecía en la cubierta de la primera edición—.
Se trata en el libro una cuestión que desasosegaba a Woolf, la sensación de una agobiante vigilancia de la mascota al humano. Los perros de Woolf reclamaban su atención constantemente; tal vez por puro mimetismo, ya que era lo que ella hacía con las personas que la rodeaban. Escribe sobre Gurth, otro de sus perros, «que la sigue escaleras arriba y abajo, hasta sentarse junto a su mesa mientras escribe». El contrapunto a esa necesidad de continua atención que requerían tanto Woolf como sus mascotas se da en el hecho de que Virginia necesitaba una soledad absoluta para escribir, pues «no podía hacer nada si alguien estaba en su misma habitación». Son también interesantes las reflexiones que deja la escritora norteamericana sobre la atracción de los humanos por lo salvaje del animal, y lo paradójico de pretender someterle a nuestros horarios, establecer rutinas de comida, sueño y paseos; en definitiva queremos cambiarle al animal su naturaleza, desproveer de lo salvaje a algo que nos atrae precisamente por su naturaleza salvaje. Culmina Woolf la obra de Flush hablando de cómo los perros acaban por adquirir la personalidad de sus amos, exponiendo que tal vez el perro de Lord Byron se volviera loco debido a esta mímesis.
Lord Byron, a pesar de lo déspota que podía ser con algunos humanos, era extremadamente sensible con sus animales. En una ocasión, mientras viajaba en barco, su perro cayó al agua, y ante la negativa del capitán a parar con el fin de recogerlo, Byron se tiró, siendo este ya un motivo estipulado para detener la embarcación. Al fin y al cabo, él es el autor de la frase que se ha ido deformando hasta convertirse en «cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro». Lord Byron llegó incluso a dedicar un emotivo epitafio a Boatswain, su perro más fiel.
Además de las interesantes experiencias propias de los autores del libro, encontramos también las relaciones de Cyril Connolly y sus lémures, tan melancólicos como él; y de Jules Laforgue con su perro, que mantenía que «los perros no perciben la belleza, sino que la huelen», pero que obtenían su desarrollado olfato oliendo excrementos; extrapolando esto a nuestra valoración del arte, en la que para apreciar con criterio lo excelso primero tendríamos que conocer lo de más baja calidad.
Te acabas dando cuenta de que en lugar de seguir escribiendo tu relato, has terminado por hacer un artículo sobre el atractivo libro que acabas de leer. Pero piensas que te falta algo, un perro tal vez, puede que esa sea la clave para que el amor que tienes por la literatura empiece a adquirir el color de la reciprocidad.
Parece existir una ley según la cual no se puede tener una profunda simpatía tanto por el hombre como por la naturaleza.
H. D. Thoreau
Me gusta este sitio , va a favoritos!!!
Totalmente identificado. Yo, sin el ronquido de mi boxer a mi vera, no consigo juntar dos palabras. Solo me falta ser un escritor de éxito. Solo.
Igual que Capote y Charlie J. Fatburger, su bulldog inglés, que «no se daba cuenta del privilegio que suponía roncar sin complejos hasta la salida del sol, alcachofado junto a Truman».
Me encanta ♥
Ese hombre-gato llamado Cortázar también escribió sobre los misterios de la comunicación animal: «Torpes y pretenciosos, hemos dejado pasar milenios sin responder a las llamadas, sin preguntarnos de dónde venían, quiénes estaban del otro lado de esa línea que una cola trémula se hartó de mostrarnos en cualquier casa del mundo. ¿De qué sirve y nos sirve mi descubrimiento? Todo gato es un teléfono pero todo hombre es un pobre hombre» («Cómo se pasa al lado», Un tal Lucas).
Ese es un genial texto donde Cortázar convierte a los gatos en literatura y a la literatura en magia. Gracias Aurora.
https://www.youtube.com/watch?v=4Inx4ZQG3_k (Audio de “Cómo se pasa al lado”).
INTERESANTE COMENTARIO DE UN MAESTRO DE LA LITERATURA RESPECTO DE LAS MASCOTAS DE OTROS GRANDES. COMO NO SOY TAN GRANDE MI AMOR POR LAS MASCOTAS ES LIMITADO E INCONMENSURABLE POR LOS MIOS, PERSONAS DIGO. CLARO A VECES O CASI SIEMPRE LOS ANIMALES SON MEJORES QUE MUCHOS DE LOS HOMBRES …. Y MUJERES CLARO ESTA. SALUDOS Y ADELANTE.
Héctor, gracias. La frase final de Thoreau tiene sin duda mucho de verdad, pero para esta ley seguro que hay más de una excepción.