El lector del tren de las 6.27, de Jean-Paul Didierlaurent

El lector del tren de las 6.27, de Jean-Paul Didierlaurent

   Que no hay mejor campaña de marketing que el boca a boca lo demuestra como pocas la novela de Jean-Paul Didierlaurent El lector del tren de las 6.27. A pesar de ser la primera novela de un autor más o menos desconocido ‒y digo más o menos porque contaba ya con un par de Premios Hemingway a sus espaldas‒, el libro se había convertido en todo un fenómeno mucho antes de su lanzamiento, programado en Francia para mayo de 2014, consiguiendo vender una tirada de 8.000 ejemplares, bastante generosa para una obra primeriza, en un tiempo récord. Antes de que el libro saliera a la venta ya estaba preparada también una reimpresión de 5.000 ejemplares, con derechos de autor vendidos a más de veinticinco países y la atención de productores estadounidenses para adaptar la historia al cine. No es que este puñado de datos circunstanciales convierta per se a la novela de Didierlaurent en una buena novela, pero al menos justifica el prestarle cierta atención.

   Pero, ¿acaso merece El lector del tren de las 6.27 estos generosos números? En la sinopsis de la contraportada se nos empieza diciendo que el protagonista de la historia, Guibrando Viñol, un tipo cualquiera, del montón, tiene por trabajo destruir lo que más ama: «es el encargado de supervisar la Cosa, la abominable máquina que tritura los libros que ya nadie quiere leer». Un delirante desempeño este, que nos sitúa, siquiera de puntillas, en un ámbito distópico que por fuerza recuerda a Fahrenheit 451. El bueno de Guibrando, como Montag, también se siente atraído por aquello que aniquila, y también como Montag salva de la destrucción, a escondidas, lo poco que puede. Pero a diferencia de la historia del bombero pirómano, la novela de Didierlaurent no transcurre en un lejano futuro en el que los libros han sido prohibidos sino en el París de nuestros días. Y aunque las dos novelas sean libros llenos de amor por los libros, Didierlaurent deja a un lado el dramatismo y la crítica subversiva a la sociedad que sí hay en Bradbury y se centra en la historia personal de Guibrando y de quienes lo rodean. Y, por supuesto, en el poder de la literatura para cambiar esas vidas.

   El lector del tren de las 6.27 es un libro de esos que se leen en voz alta, como lo hace Guibrando a los pasajeros del tren de las 6.27 con los accidentales trozos de literatura que salva de las fauces de la Cosa. Bonita forma de fomentar los libros aquel que se dedica a destruirlos. Aunque lo cierto es que ritual de lectura diario consigue redimir a cuantos lo escuchan y, por supuesto, al propio Guibrando, atrapado en una vida que no le satisface, en un trabajo odioso, en una soledad inexorable y, en definitiva, en una existencia mediocre. Pero he aquí que el azar, ese mismo azar que salva de la catástrofe unas pocas hojas cada día, hace que Guibrando se encuentra un usb con unos textos que le llevarán buscar a esa persona que se esconde tras esa prosa, en un giro amoroso que consigue rehuir con habilidad de algunos de los clichés del género.

   Didierlaurent tiene la habilidad de rendir homenaje a los libros y a las palabras escritas en ellos a través de un personaje aparentemente gris y anodino. Sin embargo, si sabemos leer entre líneas veremos que Guibrando es mucho más que eso, como también lo es toda la galería de deslumbrantes personajes secundarios que desfilan por el libro: el vigilante Yvon, teatrófilo y alexandrófilo redomado por su manía de recitar alejandrinos sin orden ni concierto; su íntimo amigo Giuseppe, que intenta recomponer sus miembros cercenados con toda una edición de libros; y, al fin, Julie, su desconocida amada, su golpe de suerte, una atípica mujer de la limpieza de los baños públicos de un centro comercial que entretiene sus ratos muertos contando baldosas y escribiendo un diario.

   De El lector del tren de las 6.27 se suele decir que es una novela de planteamiento sencillo, sin grandes pretensiones, una especie de cuento de hadas moderno con unos toques de filosofía ligera que huye de lo sociológico o de lo moralista, aunque a veces cae en lo maniqueo. La brevedad de la novela, lo apresurado de su parte final, la ingenuidad y lo predecible de su desenlace ‒que difícilmente podría haber sido otro‒ hacen que las posibilidades del planteamiento inicial se hayan arruinado en cierta manera. Didierlaurent podría haber conseguido una novela brillante y se ha quedado en un producto de entretenimiento cuidado, pulcro y, por suerte, bastante divertido. Un sencillo homenaje a la literatura y al acto de leer que podría haber sido mucho más pero que, en cualquier caso, se deja leer con bastante comodidad. Lo que cabría esperar, en fin, de una novela primeriza.

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