París era una fiesta de Ernest Hemingway

París era una fiesta de Ernest Hemingway

   En noviembre de 1956 Ernest Hemingway recuperó dos pequeños baúles que habían estado almacenados desde marzo de 1928 en el sótano del Hotel Ritz de París y que contenían algunos viejos cuadernos sobre su estancia en esa ciudad en la década de los años veinte. A esas alturas Hemingway se encontraba en el ocaso de su vida. Física y mentalmente agotado. Su poderoso cuerpo había cedido al paso de los años, a la buena vida y al buen beber. Aunque para muchos su escritura ya estaba en declive, el autor había ganado ya el premio Nobel y el Pulitzer; había vendido cientos de miles de libros; contaba con decenas de imitadores; se había convertido en una leyenda viva; su vida era tan celebrada como su obra. Más que escribor, Hemingway era ya un mito: alto, guapo y triunfador, boxeador aficionado a los toros, a la caza y a la pesca, amigo de los republicanos españoles y el hombre que liberó París. Un héroe titánico de vuelta de todo que cinco años antes de descerrajarse un tiro en la boca con su escopeta favorita decidió volver la vista hacia sus salvajes y dorados años de juventud, en los que, a pesar de la pobreza y el hambre, París y, por extensión, el mundo parecían una fiesta inagotable llena de infinitas posibilidades.

   El título de esta crónica de la formación del joven Hemingway como escritor no puede estar puesto más a propósito: leer Paris era una fiesta es como sentarse en un banquete con algunas de las figuras más destacadas del ambiente bohemio del París de los años veinte, con Gertrude Stein, Ezra Pound, James Joyce, Sylvia Beach ‒dueña de Shakespeare and Co.‒ o Scott Fitzgerald. Pero Hemingway no solo se perfila rodeado de mentores y de competidores literarios sino que registra con minucioso cuidado numerosas experiencias gatronómicas y sensoriales. Además de los cotilleos literarios, la comida, los cafés, el arte visual, el alcohol y las carreras de caballos forman parte de la columna vertebral de estas memorias, lo que hace que el retrato del París de entonces, esa ciudad perdida que sirvió de musa y atrajo de forma irresistible a artistas y bohemios, sea deslumbrante.

   Aunque por su carácter fragmentario, más que unas memorias al uso, París era una fiesta se puede considerar un libro de recuerdos, que se van articulando en relatos relativamente autónomos unos de otros. No en vano Hemingway fue uno de los grandes maestros del cuento del siglo XX. A lo largo de los veinte capítulos que componen el libro van desfilando algunos de los miembros más representativos de la Generación Perdida. Los retratos están trazados las más de las veces desde una perspectiva un tanto distorsionada: en casi todos ellos se acentúan los defectos, los vicios o las impurezas para mayor gloria de Hemingway. Solo el narrador parece mantener cierta integridad y reparte elogios entre sus amistades como si fuera casi una concesión. En definitiva, muy Hemingway.

   Muchas de las anécdotas que contiene el libro podrían considerarse poco más que chismes literarios, pero algunos son tan célebres que solo por ellos merece la pena leer la obra y aprenderse de memoria ciertos pasajes ‒sobre todo si se es escritor‒. Como la anécdota sucedida a Gertrude Stein que terminó por darle el nombre de Generación Perdida a esta generación. O el episodio en el que Scott Fitzgerald le enseña su pene a Heminwgay porque pensaba que la tenía chiquitita, o por lo menos eso decía Zelda.

   En algunos casos el ambiente es casi más importante que la anécdota. No hay que olvidar que París es la gran protagonista del libro. Aparece como una ciudad de encanto en la que entregarse a placeres simples: escribir en cafés, visitar los puestos de libros en las orillas del Sena e ir a las carreras en las afueras de la ciudad. Y, por qué no, también escribir, que además de pasear por las calles, los parques y los monumentos de París, de visitar Shakespeare and Co. y pedirle libros prestados a Sylvia Beach, de viajar a España o a Austria, o de ir a las carreras de caballos, Hemingway tenía que ganarse la vida como periodista y como escritor, tenía que hacer malabares con su economía para intentar salir adelante en un París en el que era muy pobre y muy feliz.

   Al comienzo de la obra Hemingway advierte en el prefacio que el libro puede ser considerado como una obra de ficción, pero es fácil que el lector termine olvidando esta advertencia ya que los sucesos están narrados con una prosa atractiva y una sencillez y una naturalidad casi milagrosas, incluso totalmente engañosa podría decirse, tanto que es totalmente posible creer que cada una de esas cosas le ocurrió en la realidad. París era una fiesta es, ante todo, un libro de una nostalgia contagiosa y sobrecogedora, lleno de frases memorables, a ratos asombroso, a ratos tierno, y muy entretenido. Un libro de esos que cualquier aspirante a escritor debería aprenderse de memoria como si fuera el catequismo.

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