El salto de Trafalgar de Ernesto Rodríguez

El salto de Trafalgar de Ernesto Rodríguez

   De entrada puede resultar engañoso decir que una novela que se titula El salto de Trafalgar comienza con el salto al vacío de su protagonista, un profesor de secundaria llamado Trafalgar Martos, por el patio de vecinos de su edificio. A fin de cuentas hay saltos y saltos. Y el salto de Trafalgar es salto en varios sentidos. Cuando su cuerpo se estampa contra el suelo, atenuado por la resistencia de las cuerdas de tender del vecino del 1º 4º, comienza el verdadero salto, aquel que da título al libro. Con el impacto se le abren a Trafalgar seis multiversos distintos, seis realidades alternativas organizadas en círculos concéntricos. En el centro, la realidad de Trafalgar, y a medida que se aleja se van produciendo diferencias, desde pequeños matices, como por ejemplo que no hubiera intentado sucidarse, hasta gigantescos cambios que van más allá de su control, como que España sea un territorio británico vendido por Franco a Churchill a cambio de un plato de fish and chips o que Cataluña sea un estado libre asociado a la Unión Federal de Estados Ibéricos desde 1978. Trafalgar se convierte entonces en una especie de viajero espacio‒temporal que va saltando sin orden ni concierto entre las siete realidades.

   ¿Cómo pone orden y le da una estructura novelística Ernesto Rodríguez a semejante caos? Pues con bastante acierto, todo hay que decirlo. Si construir un mundo novelístico ya de por sí es una tarea laboriosa, hacerlo con siete multiversos distintos podría parecer una proeza casi titánica. Por eso el autor opta por dibujar cada uno de esos mundos con unas pocas pinceladas, las suficientes para que podamos distinguirlos y singularizarlos. Y por si acaso hubiera alguna duda le asigna a cada universo un número, lo cual es de agradecer en algunas ocasiones. Con esa escasa información, el lector es prácticamente arrojado junto a Trafalgar a cada realidad. Los saltos son rápidos y violentos, a veces en los momentos menos oportunos. Y aunque al principio tanto vaivén genera una cierta confusión ‒por otra parte, la misma que tiene el personaje‒, pronto se interioriza la dinámica y no es tan difícil ubicarse.

   Como puede verse es una novela difícilmente clasificable. Con lo dicho hasta ahora podría decirse que se trata de una historia de ciencia ficción, con ciertos toques de humor surrealista, aunque creo que sería más certero catalogarla como novela con un alto componente simbólico, muy distinta a Las primeras quince vidas de Harry August de Claire North, por buscar una historia con la que pueda compartir algunos puntos en común. No puede ser de otra forma teniendo en cuenta la reflexión que subyace en la trama acerca de cómo las decisiones, pequeñas o grandes, le dan forma al mundo que conocemos y cómo otras decisiones hubieran dado lugar a otras realidades, todas igualmente posibles y, por qué no, igualmente existentes en cuanto a posibilidades. La lectura simbólica del salto como esa decisión que le da forma a la realidad está muy presente en el libro.

   Además, la novela parte de una premisa un tanto inverosímil: por muy distintos que sean esos multiversos, en algunos de ellos se repiten los mismos personajes, caracterizados con distintos roles ‒que a veces rozan lo extrafalario‒, pero siempre gravitando alrededor de Trafalgar, como si el protagonista fuera un imán del que es imposible huir. No es solo que los personajes estén escasamente caracterizados, es que están estilizados para representar arquetipos. El ejemplo más claro es el personaje de Miguel Tasot, alguien que comparte con Trafalgar su capacidad para viajar entre realidades y que en uno de esos mundos le revela las implicaciones que tienen esos saltos y juntos reflexionan sobre la existencia de distintos mundos, sobre el libre albedrío o sobre la muerte.

   También se deja entrever lo simbólico en el fuerte componente metaliterario de la novela. No en vano la historia se abre con una cita de Unamuno, que escribió una novela, Niebla, donde el personaje se rebelaba en contra de su autor. Y no por casualidad la figura del escritor está muy presente a lo largo del libro. Tanto Miguel como Trafalgar lo son en al menos uno de los mundos. La escritura se convierte casi en un nexo de unión entre esos mundos, a través del mensaje de unos a otros Trafalgares. La lectura, por tanto, del escritor como el ente que permite moldear la realidad en otras posibilidades es inevitable.

   Sin embargo, aunque sea una lectura que se disfruta mucho, personalmente pienso que Ernesto Rodríguez no ha llegado a explotar al máximo las posibilidades que ofrecía la novela. En sus saltos a través de los siete multiversos Trafalgar tiene un único cometido: conseguir un beso de su amada Gala Caruso, la mujer que le da sentido a su existencia. Un cometido un tanto restringido que deja un sabor de boca muy limitado, a novela romántica con tintes fantásticos y que, necesariamente, ha tenido que dejar a un lado otras posibilidades que hubieran resultado también interesantes, como hubiera podido ser el conflicto de Trafalgar con sus yoes de otras realidades, algo apenas apuntado por el personaje de Miguel Tasot.

   Eso sí, independientemente de que la historia haya dejado determinados puntos sin explotar, El salto de Trafalgar no deja de ser muy recomendable para aquellos lectores a los que les gusten las novelas que se salen de lo usual. La historia de Ernesto Rodríguez no deja de ser, al fin y al cabo, un pase a otros multiversos de incalculables posibilidades que es, en definitiva, lo que se le debe pedir a la literatura. Dicho esto, a saltar.

   Esta novela es uno de los libros nominados al Premio Guillermo Baskerville organizado por Libros Prohibidos.

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