Se ajustó las gafas y ladeó ligeramente la mandíbula de modo que el colmillo inferior derecho encajó en la vertical del colmillo superior derecho, caído hacía más de veinte años. Los tics nerviosos eran su fuerte desde hacía ya bastante, y no había hecho nada por controlarlos o disminuirlos. La edad le daba todo el derecho del mundo a comportarse como le diese la gana.

Fotografía | Will Paterson

Fotografía | Will Paterson

   Miró a su alrededor, hacia la plaza, y observó cómo los jóvenes se reunían en corros silenciosos, atentos a sus cacharros. A sus pantallitas. Antes al menos saltaban en la pista. Ahora, todos disponían de un monopatín último modelo ultracaro que ninguno de ellos parecía haber estrenado, y quedaban en manadas absurdas para quedarse embobados mirando sus pantallas personales.

   A Alfredo le gustaba más antes, cuando los niños hacían piruetas en el aire con sus monopatines. Durante mucho tiempo, los jóvenes fueron capaces de insuflarle esa vida que a él se le estaba escapando a través de sus arrugadas manos. Bajaba al mismo parque y los observaba saltar en las rampas, hacer acrobacias y, claro, en ocasiones también caerse. En muchas ocasiones.

   Tardó unos minutos en darse cuenta de que todos los ruidos ambientales parecían apagados a su alrededor. Se dio unos golpecitos leves sobre el oído izquierdo, en el artefacto color carne que llevaba sobre la oreja, y los sonidos cobraron un color más fuerte. No es que se tratase de sonidos muy agradables. Desde una de las esquinas del parque solo podía oírse el rugir de los coches y cómo unos operarios levantaba la aceran a golpe de máquina. Pero tras casi perder la audición no pudo sino sonreír tras el encuentro con la algarabía y el ruido.

   Junto a él había un muchacho joven. Tenía la piel muy morena, mucho más que los niños con los que él jugase en su niñez, cuando solo había un tono de piel en todo el país. No, mejor así, con variedad, con gentes de todo el mundo reunidos en la misma plaza. De este modo, al menos, el entorno parecía vivo y no palideciendo ante una asquerosa endogamia a nivel de civilización.

   El joven trasteaba no con uno, sino con dos de esos aparatos electrónicos que a Alfredo se le antojaban consolas como las que usaba su nieto para jugar. Desde luego, le era imposible comprender cómo era posible que aquel muchacho fuese capaz de manejar dos videojuegos a la vez, y se estiró un poco para tratar de ver las pantallas.

   En una de ellas había un texto mucho más pequeño del que no podría haber llegado a ver aunque lo hubiese intentado. En el otro había una pantalla llena de luces del todo incomprensible. Bueno, al menos el muchacho leía algo. Eso estaba bien. Se preguntó si el corrillo al otro lado del parque con los monopatines inmovilizado estarían leyendo algo de calidad o se limitarían a jugar y ver vídeos como hacía su nieto.

   La curiosidad pudo con él y acabó por hablar al muchacho sentado a su lado. Tuvo que intentarlo varias veces antes de que el chico fuese siquiera capaz de percibirle. Él estaba sordo, pero aquél joven estaba sordo y ciego ante sus propios dispositivos.

   —Es un tutorial —dijo sin levantar la vista de los dispositivos. Miraba el de la izquierda, tecleaba algo en el de la derecha, volvía al de la izquierda y movía el texto. Y así llevaba varios minutos.

   —¿Qué es un tutorial? —preguntó Alfredo, intrigado por la velocidad del chaval.

   —Ah, sí. Es un manual de instrucciones. Me dice cómo tengo que hacer algo. Aquí tengo las instrucciones —dijo señalando el dispositivo con el texto —. Y aquí trato de emular un programa con la información que me da el tutorial.

   —Eso sí que lo entiendo —anunció Alfredo, contento de haber aprendido algo —. Tutorial —volvió a repetir antes de darse cuenta de que el joven estaba escuchando música a través de uno de los auriculares.

   «Escucha música, lee, programa y mantiene una conversación mientras a mí me cuesta seguirle» pensó Alfredo, suspirando. El mundo avanzaba a pasos agigantados y los dejaba atrás. No, mejor dicho ellos se quedaban atrás, sin poder seguir al mundo.

   —¿No tienes la música demasiado alta?

   —Lo cierto es que sí, pero es que si no no puedo concentrarme. Hay demasiado ruido.

   Alfredo miró de nuevo al frente, hacia la plaza, y escuchó durante varios minutos con la calma con la que solo un anciano puede hacerlo. Oyó los contados pájaros trinar, el viento moviendo los árboles, el martillo neumático abriendo la acera, el tráfico. Oyó los otros niños hablando entre sí, y sonrió al tener algo que ofrecer al joven. Algo que él no sabía.

   —Llegará el día en que quieras escuchar el ruido, pero entonces ya no podrás.

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