No cabe duda de que el tema central de la obra de Enrique Vila-Matas, y puede que incluso el único, es la literatura misma. Eso le da pie al escritor barcelonés a practicar un sinfín de variantes metaliterarias en cada una de sus obras. En el caso de París no se acaba nunca el autor parte de un seminario de tres días para narrar a un auditorio sus vivencias como aspirante a escritor en el París de la década de los 70. El libro, por tanto, es ambiguo desde su planteamiento: puede ser leído como ensayo, como conferencia, como un conjunto de memorias o, en última instancia, como una simple novela. Eso sí, su construcción no duda en sacrificar lo novelístico para responder a un formato a medio camino entre la conferencia y las memorias: abundan los elementos orales, menciones al público, aparentes improvisaciones, con un relato no lineal que se atreve con saltos al presente y que no escatima reiteraciones. Literatura, en fin, que sale de la propia literatura y que convierte la vida, poco importa si falsa o verdadera, en literatura.
En esta historia autobiográfica Vila-Matas describe los dos años que pasó en París, cuando apenas era un jovencito que soñaba con convertirse en estrella literaria, mientras escribía la que sería su primera novela, La asesina ilustrada, una tentativa de imitación de Unamuno. En ese sentido, estos recuerdos constituyen casi un itinerario de los aciertos y errores de un escritor que está empezando a labrarse la carrera. Un itinerario que lleno de montones de anécdotas, a veces melancólicas y a veces irrisorias, relacionadas con los amigos y conocidos que Vila-Matas se va topando al extraviarse por la ciudad de la luz. Los personajes del mundo literario y artístico transitan por sus páginas en cafés, restaurantes, calles y toda clase de ambientes que el autor va frecuentando. Entre ellos vemos desfilar a Juan Marsé, a George Perec, a André Guide, a Samuel Becket, a Julio Ramón Ribeyro o a Margarite Duras. Y cuando no los encuentra los evoca, como hace con Gertrude Stein, Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway.
De hecho, en el discurso de Vila-Matas está muy presente la figura del todopoderoso Hemingway, modelo por excelencia en su aprendizaje de escritor. El título del libro se inspira en el último capítulo del libro de Hemingway París es una fiesta, que precisamente se titula «París no se acaba nunca» y en su idea de que la ciudad de la luz jamás llega a agotarse. Además, nada más empezar el libro el escritor expresa una obsesión que va repitiendo cada ciertos capítulos: desea que todo el mundo le encuentre un parecido físico con su ídolo, como si el hecho de mimetizarse físicamente con su escritor fetiche hiciera que también se le contagiara su estilo o sus capacidades literarias. En muchos momentos de su estancia parisina Vila-Matas reconstruye los pasos de Hemingway.
Pero volviendo a Marguerite Duras, en esa aventura parisina Vila-Matas tiene la fortuna de encontrarse con una escritora ya consagrada, la propia Duras, que será al mismo tiempo su casera, su musa, su mecenas y el contrapunto perfecto para el joven escritor que busca desesperadamente experiencias con las que poblar su incipiente mundo literario. Duras aparece como una anciana, aislada y algo decadente, aposentada en un francés elevado difícil de entender, como Vila-Matas se encarga de repetir en infinidad de ocasiones. «Para abordar la escritura, hay que ser más fuerte que una mismo. Hay que ser más fuerte que lo que se escribe», le dice en una ocasión la escritora francesa. Pero sus consejos rayan en acertijos y tienen la capacidad de despistar al escritor más que aclararle el camino. ¿Será Vila-Matas más de Rimbaud o Mallarmé? ¿Será escritor nómada o sedentario? En una cuartilla arrugada Duras le entrega los mandamientos de la escritura, cuya comprensión traerá más de un quebradero de cabeza al autor de La asesina ilustrada, que se pasa una buena parte de sus años parisinos intentando descifrarlos.
Vila-Matas se parapeta en su posición de escritor novel para armarse, ya desde la perspectiva de la madurez, con una feroz ironía, un elemento que el autor definió como «un potente artefacto para desactivar la realidad». Esa visión, que le lleva a burlarse de cuantos le rodean, incluyéndose a sí mismo, es lo que hace que las deidades literarias aparezcan desmitificadas, por mucha admiración que haya de por medio, y también es lo que le permite desactivar cualquier intento de engolamiento excesivamente pretencioso. Pero donde sin duda se ve el humor de Vila-Matas es en la mezcla de inocencia y escepticismo con que recibe los consejos de la omnipotente Duras. Y cómo olvidar la ironía del apagón final, un símbolo que anuncia el fin de la aventura parisina de Vila-Matas.
Uno sabe lo que va a encontrarse en un libro de Vila-Matas: literatura para amantes de la literatura. Y París no se acaba nunca no defrauda. Podría leerse como una guía de aspirantes a escritores, como un conjunto de certezas o de incertidumbres para aquellos que estén enfrascados o que planeen la escritura de su primera novela, como un puñado de sustanciosos cotilleos de escritores y artistas ‒solo por la imagen de Duras buscando prostitutas vestidas de primera comunión ya merece la pena leerlo‒; o simplemente como forma de saber un poco más sobre el trayecto vital del autor ‒son conmovedoras algunas de las revelaciones familiares‒; sin embargo, ante todo, París no se acaba nunca es una lectura obligatoria para todos aquellos que aman la literatura más que a sí mismos.
Vila-Matas es todo un estilista, y mucho más escritor que narrador: cuenta la misma historia en todos sus artículos, ensayos y novelas. Pero todos son rica droga: incitan a la escritura frenética.