Fotografía de Melanie Pérez Jiménez

Fotografía de Melanie Pérez Jiménez

   Llegué a casa arrastrando los pies tras una jornada laboral extenuante y nada más encender la luz del salón una patulea de caras desconocidas gritó a voz en cuello “cumpleaños feliz”. Una mujer alemana rompió la formación circular y me tendió una escoba mientras afirmaba rotundamente que debía barrer hasta que un hombre me diera un beso. Aunque me dolían los pies a rabiar, opté por no discutir con la teutona pues dado su escaso dominio del castellano y mis pocas fuerzas, tenía todas las de perder. Así que me puse a barrer hasta que se me acercó un tipo con una gran hoja de arce bordada en la pechera de su jersey. Pensé aliviada que podría abandonar la escoba tras recibir el preceptivo ósculo. Ofrecí mi mejilla derecha y cerré los ojos. Pero no: el alegre invitado me untó la nariz con algo parecido a mantequilla. Alguien bendijo mi suerte por no haber sido el canadiense quebequés, pues entonces me daría tantos golpes como años cumpliese, más uno de regalo para procurarme suerte.

   El canadiense me perseguía con más y más grasa dispuesto a embadurnarme de arriba a abajo, así que bailado una conga invisible seguí a un señor chino que me cogió de la mano y me sentó a la mesa frente a un humeante plato de fideos, portadores de suerte y longevidad, según me aseguró el buen hombre. Cogí la cuchara obedientemente y me dispuse a tomar la sopa, bendiciendo no tanto el alimento como la posibilidad de estar sentada durante unos minutos.

   A mis espaldas un grupo de mexicanos colgaba una piñata con forma de cerdito repleta de golosinas y, para mi desesperación, me rodearon y se pusieron a cantar emocionados Las mañanitas, puritito estilo mariachi. De semejante performance me libraron unos alegres británicos quienes me mantearon hasta en cuarenta y cinco ocasiones. Aunque a priori pueda parecer imposible, una tipa jamaicana se las apañó para embadurnarme de harina en el ínterin.

   Cuando el manteo cesó, un grupo de españoles, italianos y brasileños guardó cola para darme tantos tirones de orejas como años cumpliese. Evidentemente, la persona que inventó semejante tradición, a buen seguro familiar de Torquemada, debía ser un amargado al que sus compañeros de clase nunca repartieron caramelos y chocolatinas en el aula el día de sus cumpleaños (Hungría, Holanda, India, España).

   Estaba a punto del colapso nervioso cuando de la misma nada aparecieron tres simpáticas japonesas que me ayudaron a quitarme la harina y me regalaron un vestido nuevo. Para rematar mi nuevo aspecto, un nepalí manchó mi frente con una mezcla de yogur de arroz y colorante y con una pequeña reverencia me deseó buena suerte.

   Y entonces aparecieron los verdaderos culpables de tremenda celebración: mi familia,  protegida y parapetada por una tarta coronada de velas encendidas. Cuando el coro terminó la consabida canción, soplé todas las velas teniendo especial cuidado en apagarlas de una sola vez, y pedí el deseo que narro a continuación.

   Deseo solemnemente que para mi próximo cumpleaños se me conceda la nacionalidad vietnamita. En ese sabio país, todos los ciudadanos celebran su cumpleaños el primer día del año y se reserva la verdadera fecha de la onomástica para los más íntimos. Y además, Vietnam queda bastante lejos de mi trabajo en las Naciones Unidas.

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