No, ni BuzzFeed ni las redes sociales inventaron las listas. Ni siquiera Internet lo hizo. Son tan antiguas como el propio hombre y le han acompañado a lo largo de la historia. Empezando por la lista de mandamientos que Yahveh transmitió al profeta Moisés allá por el año 1250 a.C. Y tan antiguas, desde luego, como la literatura. En la Ilíada Homero enumera todos los elementos que componen el ejército griego para tratar de dar cuenta de su vastedad. Hay que reconocer que de esta lista a muchas de las que llenan nuestro muro de Facebook, al estilo de «25 Caras que no reconocerás a menos que hayas tenido la menstruación» o de «24 GIFs que resumen perfectamente la sensación de quitarse el sostén», hay un abismo, pero que su contenido se haya vuelto frívolo o vacío ‒lo que suele ser sinónimo de viral‒ no significa que haya que menospreciar esta herramienta.
De hecho, tan importantes son las listas en la historia de la cultura que Umberto Eco quiso darles el homenaje que se merecían. A finales de 2009 el semiólogo italiano dirigió en el Louvre una exposición y un ciclo de conferencias y actividades sobre la valor de las listas en el desarrollo de la cultura. A partir de los materiales generados Eco los recopiló en un solo volumen titulado El vértigo de las listas, editado con exquisito cuidado por Lumen.
Las listas son el origen de la cultura, y por supuesto de la historia del arte y de la literatura, afirma Eco. En un mundo caótico y desmesurado, como el que nos rodea, sirven para hacer comprensible lo infinito y crear un orden. Son, el fin y al cabo, un intento de comprender lo incomprensible. Para conocer el mundo las culturas más tempranas se limitaron a enumerar las características que se podían nombrar. Cuando definimos algo, lo que hacemos en realidad es enumerar las características que definen ese concepto. Otra lista. El autor de El nombre de la rosa ofrece un par de ejemplos para ilustrar este mecanismo. Una persona mira fijamente al cielo cuajado de estrellas infinitas, de galaxias sobre galaxias, y como no tiene suficientes palabras para describir lo que ve, la única salida que le queda es la mera enumeración; un enamorado tampoco puede echar mano al lenguaje para describir lo que siente, pero allá donde las palabras fallan están las listas, la plácida enumeración de todas las virtudes de la persona amada.
En cualquier momento de la historia de la cultura al que miremos las encontraremos: listas de santos, de reyes, de ángeles y demonios, de plantas medicinales, de tesoros o de títulos de libros. Incluso en la pintura hay lugar para las listas, como ocurre en las naturalezas muertas. La imagen del universo que se tenía en la Edad Media se podría sustentar sobre listas, y basta echar un vistazo a estas para comprobar la nueva visión del mundo, basada en la astronomía, que predominó en el Renacimiento y en el Barroco. La opulencia barroca, con su gusto por las naturalezas muertas y los gabinetes de curiosidades, transmiten una cosmovisión caótica del mundo. Por no hablar del amor por las listas de la posmodernidad. Qué es Google sino la lista 2.0 ‒una lista sobre la que Eco, por cierto, previene, porque no está claro quién la hace ni en qué se basa‒. Por supuesto no podían faltar en la posmodernidad las listas sobre listas.
En El vértigo de las listas el escritor rescata los fragmentos más destacados de la literatura donde se enumeran cosas. Además de la Ilíada, Eco habla de la lista que escribió Dickens en una de sus obras o de la enumeración de cosas que contenía el cajón de la cocina de Leopold Bloom en el penúltimo capítulo del Ulises de Joyce. Sus propias novelas, como él mismo reconoce, están llenas de listas. Lo que Umberto Eco trata de rescatar es la metafísica de las listas. Como mortales que somos, el límite es desalentador e, incluso, humillante: la muerte. Es por eso que nos gustan las listas que parecen no tener fin. Si nos gustan tanto es porque no queremos morir.
Además de leer el libro de Eco, para matar el gusanillo por las listas, si es que queda gusanillo después de navegar un rato por redes sociales, recomiendo acercarse a Listas memorables de Shaun Usher, publicado por Salamandra, y, cómo no, a mi amado Listamanía, un libro que tiene mucha culpa de que La piedra de Sísifo sea un gabinete de curiosidades en el que, por supuesto, amamos las listas.
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