Golondrinas muertas en la almohada de Lucas Albor

Golondrinas muertas en la almohada de Lucas Albor

   Una gran novela no es necesariamente la que tiene más de mil páginas. Es la que está bien escrita. De hecho, hay muchísimas novelas cortas que son grandes novelones. Basta con que diga justo lo que tiene que decir, con las palabras exactas y sin que le sobre ni un punto ni una coma, que no es poco. Algo que creo que ha conseguido Lucas Albor con menos de un par de centenares de páginas en su primera novela, Golondrinas muertas en la almohada, publicada en Editorial Amarante.

   El punto de partida narrativo puede recordar en algunos de sus planteamiento a Manhattan Transfer de John Dos Passos. Se trata de una novela sin un protagonista definido ‒o, más bien, con un protagonista polifónico‒, donde el argumento pasa a un segundo plano y, a pesar de mostrar el pensamiento de los personajes, el narrador tiende más a relatar que a profundizar en psicologías. Basta con echar un vistazo al prodigio de sinopsis, que condensa a la perfección el espíritu del libro. Una amalgama de personajes de los que se ofrecen breves pinceladas que van de lo esencial a lo contingente. El joven Johnny traficando con bebés muertos y Luisa preparando una taza de café; el Dr. Fark preparando un plan para someter a los esclavizados trabajadores locales y Sandra saliendo de la oficina. Un puzle en el que todas las piezas están al mismo nivel y es el lector quien tiene que ir colocándolas en el sitio que les corresponde.

   Porque tiene mucho de puzle Golondrinas muertas en la almohada en lo que a su construcción narrativa se refiere. La acción, que tiene lugar en escasos tres días, se presenta fragmentada en episodios en los que se alternan los distintos personajes y que se suceden siguiendo un orden estrictamente cronológico. Cada uno de esos episodios, entre los que a veces transcurren minutos y a veces horas, se agrupan a su vez en capítulos mucho más amplios.

   Pero incluso más importante que el tiempo es el espacio. La novela transcurre en el espacio imaginario de Tucumán que, como la legendaria Comala de Pedro Páramo ‒otra breve gran novela‒, es un universo que roza lo dantesco. Porque aunque en la novela no haya realismo mágico propiamente dicho sí que se consigue una extraña sensación de irrealidad, que hace que en algunos momentos, más avanzada la trama, haya personajes que se transformen en animales o que participen en macabros rituales orgiásticos, como si fueran figurantes sacados del infierno del Jardín de las delicias de El Bosco. Tucumán se construye por acumulación de decadencia. Lucas Albor no oculta las influencias de Charles Bukowski, que está presente en el relato a través de su alter ego Henry Chinaski. En la historia hay mucha de la suciedad de Bukowski. Todo es viejo, todo está raído, incluso los personajes que lo habitan. Es más, Chinaski recuerda al esperpéntico Max Estrella de Luces de bohemia. Una influencia que se llega incluso a traducir en una escritura en forma dramática, con acotaciones al estilo de Valle-Inclán.

   «El mundo se olvidó de Tucumán», dice uno de los personajes, y es que la sensación de desamparo está muy presente a lo largo del libro. Los personajes están abandonados a su suerte, indefensos ante un entorno que les es hostil. Las autoridades, que son quienes deberían hacerse cargo de la seguridad de sus ciudadanos, no solo se mantienen al margen por órdenes de sus superiores sino que incluso acrecientan esa sensación de inseguridad. Las altas esferas gobiernan a las clases más bajas con mano de hierro, oprimiendo cualquier atisbo de rebeldía. En ese sentido, Golondrinas muertas en la almohada podría ser un exponente contemporáneo del género de dictadores que se popularizó en Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XX y que volvió a ponerse de moda en la década de 1970. En el punto de vista con que se refleja ese poder opresivo hay mucho de El otoño del patriarca o de Yo el Supremo, incluyendo un episodio que recuerda a la masacre de las bananeras recogida por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.

   Sin que eso signifique que se caiga en clichés maniqueístas. Tucumán es un espacio para la indeterminación y los grises. Un lugar donde un tipo es capaz de descerrajar un tiro entre ceja y ceja a sangre fría y al mismo tiempo de cuidar de una enferma mental, de traficar con bebés muertos y sentir remordimientos de conciencia. O donde la porquería puede salpicar incluso a los que en principio parecían estar por encima de ella, sobre todo si tienen la osadía de actuar según la justicia.

   Aunque si por algo destaca Golondrinas muertas en la almohada es por su uso del lenguaje. Los ambientes se recrean de forma minuciosa, con un escrupuloso uso de la palabra. El narrador se regocija en cada detalle, hasta el más insignificante, dando lugar a una prosa densa, abigarrada, tremendamente descriptiva, que a pesar de todo se deja leer con una fluidez insólita. Un prodigio lingüístico lleno de fuegos artificiales que el lector no puede más que lamentar que termine cuando llega a la última página. Lucas Albor ha conseguido desarrollar en su novela una voz madura y potente, algo que tiene todavía más mérito si tenemos en cuenta que se trata de un primer libro. Un motivo más que suficiente para no perderle la pista en sus próximos títulos.

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