Hay editoriales cuya sola mención es una garantía. Por el cuidado exquisito que ponen hasta en el más mínimo detalle, por la minuciosa y exigente confección de su catálogo o, simplemente, porque han conseguido una voz propia, diferenciándose del resto a través de un sello inconfundible, algo que hace que incluso viendo uno de sus libros desde lejos sepas quién lo ha editado. Un modo distinto y único de hacer las cosas, en definitiva. Editoriales como Capitán Swing, Navona, Malpaso o Nórdica, solo por nombrar algunas. Una lista a la que habría que añadir, por mérito propio, a la jovencísima ContraEscritura. Algo que tiene todavía más valor teniendo en cuenta que lo han conseguido publicando, hasta la fecha, solo tres libros. Pero qué tres libros.
Sirva este preámbulo para declarar mi devoción por esta microeditorial y por cualquier libro que publique, con independencia de lo conocido o desconocido que sea su autor. Y no es que Nacho Samper sea precisamente un desconocido. Aparte de haber escrito un libro de relatos publicado en Bubok, Pulsos y tránsitos, Nacho fue en su día un miembro troncal de la antigua ContraEscritura, la comunidad que reunía a artistas de todos los ámbitos, cual parnaso moderno. Baste esto como justificación urgente para hacerse con su novela Una silla para la soledad. Dicho esto, ¿merece la pena la novela? La respuesta resumida es que sí; la respuesta pormenorizada a continuación.
Una silla para la soledad es una oda al pesimismo que narra el descenso de Daniel, misántropo y pusilánime como el Bartleby melvilliano, en los abismos del desamparo. Una historia que nos muestra, en la estela de Schopenhauer, que el dolor es necesario y perpetuo. En Parerga y Paralipómena el filósofo alemán cuenta que cuando los puercoespines tienen frío deciden reunirse todos y juntarse mucho para darse calor unos a otros, pero la excesiva unión tiene como resultado que se claven las espinas unos a otros, haciéndose daño; sin embargo, la necesidad de calor los llevó a tomar una solución intermedia: seguirían reuniéndose, por una mera cuestión biológica, pero procurando mantener una distancia de seguridad mínima, para evitar hacerse daño unos a otros. Daniel, el protagonista de Una silla para la soledad, es el puercoespín que ha decidido mantenerse al margen de ese «repugnante espíritu de convivencia», aislarse del grupo y asumir como única compañera una soledad tan desproporcionada que esta, verdadera protagonista de la novela, necesita su propia silla. Si como decía Aristóteles el hombre es un animal social y político, se explica que Daniel necesite hablar consigo mismo y que a partir de un momento determinado, cuando casi ha perdido el contacto con la sociedad, llegue incluso a animalizarse. Porque, al fin y al cabo, es el conjunto de puercoespines lo que hace al puercoespín ser un puercoespín.
La historia de Daniel nos revela, además, cómo la tragedia se embosca en las pequeñas e íntimas rutinas, como puede ser una relación de pareja, cruzarse casualmente con una persona maleducada o el simple hecho de recoger el coche del mecánico; y nos descubre que cuando uno decide adoptar una cobarde indolencia ante los envites de la vida lo más probable es que sea arrollado por ella. Como si a la vida le importara un carajo si nos quitamos de en medio o nos atropella. Cada insignificante circunstancia hunde más a Daniel en una sima que no parece tener fondo.
Pero eso no quiere decir que en todo sea penumbras en la novela de Nacho Samper. De hecho, desde una lectura más simbólica es una estudiada combinación de luces y sombras, con un decisivo componente visual. No en vano Daniel es optometrista –luz‒ y la ceguera –oscuridad‒ aparece como la vacuna ideal contra su introversión. Una ceguera que, como en la famosa novela de Saramago, tiene la capacidad de sacar a la superficie la verdadera naturaleza humana. Lo simbólico se deja entrever también en los distintos personajes femeninos que se cruzan en el camino de Daniel, cada uno de ellos portador de un tipo de luminosidad completamente distinta, desde el deslumbramiento insoportable y abrasador al tenue destello lunar en mitad de la noche.
No puedo terminar sin dedicar unas últimas palabras a la edición que, por retomar las palabras que decía al principio, tiene algunos insólitos detalles. Lo primero que llama la atención es que ContraEscritura ha tomado la osada decisión de no incluir en la cubierta frontal ni el título de la novela ni el nombre del autor, sino solo un breve párrafo de apenas cuatro líneas, reservando esa información para el lomo. También es bastante curioso el aviso del copyright, la enumeración de las páginas ‒con los número del revés‒ y el mensaje que acompaña a la información sobre cuándo se imprimió el libro. A todo esto hay que añadir además una exquisita ilustración en la cubierta y contracubierta de Laia Montserrat, en la que adapta una fotografía de principios del siglo XX.
Un buen puñado de argumentos para poder considerar este libro como una verdadera joya, no solo por su contenido sino también por su forma. Algo que, por otra parte, no se podría hacer si no hubiera padrinos que se encargaran de financiar este proyecto microeditorial. Por una pequeña cantidad, hay mucho que ganar.
Muchísimas gracias por leer tan bien las luces y oscuridades de Daniel que no son sino las de todos nosotros.
Y gracias por la confianza en nuestro proyecto, es importante saber que aún quedan personas dispuestas a dar un respiro a lo distinto, nos ayuda a madrugar mejor.