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   Recuerdo que, cuando era pequeño, existía un profundo y sincero miedo (irradiado por mis padres hacia mi hermano y hacia mí). El objeto del miedo era la corruptibilidad de los sentidos, en especial audición y vista, debido a la malvada tecnología moderna.

   Mi padre había trabajado durante tiempo en una tienda de electrónica, por lo que era un tipo docto en sistemas de audio. Pero para cuando me compré mi primer MP3 (con su dinero) los auriculares habían cambiado mucho. Demasiado. Ahora, los auriculares eran malvados.

   Ya no se estilaban aquellas enormes almohadillas que apenas sí valían para escuchar música en casa, y que eran la evolución limitada de las salas de grabación. En su lugar, los auriculares se volvieron mucho más pequeños, y entraron por primera vez en el pabellón auditivo. Esto eliminaba el ruido exterior y mejoraba la calidad del sonido.

   ¿La pega? Ninguna, salvo que te quedabas sordo.

Te vas a quedar sordo y ciego

   Ese fue el mantra que repetían una y otra vez mis padres cada vez que me conectaba al ordenador con pantalla de tubo catódico, o ponía auriculares-perforadores en mis oídos. Recuerdo que había que enlazar al ordenador a la red con una conexión telefónica que sonaba a algo así como jjjsjsjjjjsjsjsjjjjjssssssss y que tampoco inspiraba demasiada confianza clínica. Pululaban por ahí bulos sobre el cáncer y cactus que absorbían radiación, y el mundo se estaba volviendo un lugar muy peligroso con tanta tecnología.

   De modo que mis padres trataban por todos los medios de proteger mis sentidos de la agresiva tecnología de la casa, e incluso se estableció un estricto horario que nunca nadie llegó a cumplir.

   Si el ordenador te dejaba ciego, los auriculares te convertían en sordo y el router daba cáncer. Y el resto de la tecnología que crecía a mi alrededor (con la que me sentía bastante cómodo) no parecía menos agresiva. Beber agua helada de la nevera algún día me quemaría la garganta, y leer hasta altas horas de la noche me haría ganar dioptrías, entre otros.

¡Dios salve al sonotone!

   En algún momento de mi adolescencia, quizá incluso con el módem instalado, todo cambió. A peor, por supuesto, hacia el fomento de la degradación de la materia viva a la que llamamos humanidad. El sonotone hizo su aparición estelar.

   El sonotone es un nombre comercial español al audífono, un maravilloso invento que, descojonándose del darwinismo, nos permite equiparar un humano obsoleto (biológicamente hablando) de 1970 a un nuevo modelo del 2000. Al igual que las gafas, el sonotone permite que las personas que hace 100 o 200 años no tenían oportunidades de relacionarse, lo hagan con soltura.

   Y, sin embargo, me recuerdo sin entender demasiado bien por qué las personas mayores no querrían actualizar sus oídos (vale, es improbable que mi cerebro usase la palabra actualizar en aquel entonces, pero es la más adecuada). El sonotone era barato teniendo en cuenta que te permitía oír, no agresivo, y te dejaba oír a tu nieto. ¿Por qué alguien se negaría a usarlo?

   Para la generación de mis abuelos, el sonotone era poco menos que el diablo disfrazado. Un absurdo artilugio de tecnología innecesaria. Y, además, les daba vergüenza llevarlo. Esto, probablemente, fuese el punto crucial. Era mejor no entender a la familia a que esta pensase que estás como una tapia (algo que, por otra parte, ya sabían).

   En la generación de mis padres, se ha aceptado estas piezas de tecnología punta como mis abuelos aceptaron las gafas. «Si lo ha dicho el otorrino…» era suficiente para ponérselo.

   Para mi generación, es un gatchet, una extensión necesaria que, reconozcámoslo, mola en cierto sentido. No es que queramos ponérnoslo, pero desde luego no nos importa. Además, la amplia gama existente en el mercado ha echado por tierra el audífono color carne. Negro, azul metalizado, rosa, e incluso de Hello Kitty.

   Pero hace unos años conocí a dos exponentes sordos como una tapia de una generación más reciente. Tenían 3 y 5 años, hermanos, y ambos habían nacido con una severa pérdida auditiva. En mi generación, alguien con un pinganillo hubiese sido (como poco) objeto de burla en el patio del colegio. Sin embargo, aquellos dos enanos no solo no eran apartados de la manada de niños, sino que se habían convertido en los guais. Los que molaban y partían la pana. ¡Eran casi robots! Mientras que sus amigos eran humanos del montón, esos dos peques eran humanos optimizados por tecnología parecida a la que sus padres tenían en el teléfono móvil.

   Los pequeños, que han crecido con la tecnología, no le tenían miedo ni se burlaban de ella. La abrazaban y, casi puedo decir, que la deseaban en cierta medida. En el momento en que vi a un «normal» sentir envidia de su amigo ciborg porque este pudiese bajar el volumen del universo, supe que algo estaba cambiando en nuestra aceptación de la tecnología.

   Y me planteé: ¿Cómo nos cuidaremos cuando podamos remplazar un órgano al que hemos asfixiado? ¿Nos mantendremos en forma sabiendo que hay cura para nuestros músculos deteriorados? ¿Dejaremos de fumar aunque podamos pagar unos pulmones nuevos? ¿Cómo serán los hábitos alimenticios de una humanidad que puede reparar las partes dañadas de sí mismos?

   Echando la vista hacia atrás, y habiéndome dado cuenta de que ni el ordenador ni los auriculares me hicieron bien en el pasado (pero que no dejaré en un futuro), ¿seremos capaces de valorar nuestras partes orgánicas cuando podamos comprar un oído nuevo? Más atraído que en la ciencia tras esta tecnología, mi interés tiende al modo en que se verá modificada la cultura tras estas innovaciones. ¿Veremos películas con los ojos cuando podamos captar la señal directamente a nuestros teléfonos? ¿Leeremos del mismo modo? ¿Cómo serán nuestras conversaciones cuando podamos eliminar el ruido de fondo y agregar otro?

   En la imagen del artículo, una oreja artificial formada por células cartilaginosas de ternero, y una antena por nanopartículas de plata. Alguien con una oreja así podría escuchar ondas de radio imposibles de oír para cualquier humano normal. Frank Wojciechowski. Fuente.

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