¡Puto moro de mierda! gritan los niños en el patio, sin ser conscientes muy bien del significado de la palabra, pero con la clara y evidente intención de hacer daño. El moro, un chaval probablemente de piel más oscura debido a numerosas generaciones bajo unas condiciones climatológicas muy diferentes a las nuestras, es diferente.

   Pero todos somos iguales, claman las voces racionales, a lo que yo digo, con elegancia y todo el respeto del mundo: Y un huevo.

   Y heme aquí, moro como soy, pacifista hasta la médula y buscador de la concordia, parloteando sobre que de iguales nada. ¿Y a este qué puñetas le pasa hoy?, preguntará alguno, no sin algo de razón. Antes de sacar la trilla y las antorchas, y preparar la horca, dejad que explique mis adrede incendiarias palabras.

Es racista el ADN

La que le espera a la neurociencia…

   Hace tiempo que leo sobre neurociencia, y la culpa es del doctor David Eagleman. Alguno me habrá leído por aquí hablar de él en alguna ocasión. Cuando alguien explica algo de un modo genial, uno no tiene más defensa que decirle que sí, y yo le dije que sí a varios de sus libros, y luego a media docena de otros de otros autores.

   Para aquellos no acostumbrados a leer ensayos o disertaciones científicas sobre ramas técnicas, he aquí un resumen: un científico cree algo, y hará uso del método científico para demostrar ese algo, teniendo mucho cuidado de insultar y calumniar a todo aquél otro científico que le lleve la contraria, o cuyas investigaciones no concluyan en el resultado esperado.

   No, hombre, eso no es la ciencia, dirán los que tengan razón. Pero pocos científicos hay que busquen la verdad, y menos los que apoyen la ciencia pura. Es mucho más fácil de cara a la galería demostrar algo que se cree cierto, y gran parte de la psicología y neurociencia moderna se parece más al coaching que a la ciencia real.

   Es aquí donde entra Mariano Sigman, una de esas pocas personas no solo pragmáticas, sino también poco influenciable y medianamente neutro. No, no, neutro completamente no. Él mismo asegura que algo así es imposible, por lo que su propio trabajo ha de ser cogido con pinzas. Lo dice él.

   En un artículo que leí hace un par de días, exponía algo que ya menciona en sus trabajos previos, que que incendió bastante las redes sociales:

   «Un bebé ya nace con predisposiciones de cosas que les parecen buenas o malas».

   Menuda putada porque, como él dice, no nacemos siendo una hoja en blanco. Lo cierto es que, cuando nacemos, venimos cargados con programas básicos no solo de reacciones simples e instintos ante el fuego o a los animales grandes. Nacemos con una series de programas muy sofisticados instalados, y cuya modificación o borrado resultan prácticamente imposibles a nivel educacional.

   «En dominios como la moral, un bebé ya nace con predisposiciones de cosas que les parecen buenas o malas, bastante sofisticadas»

   Ya, claro. Pero eso no explica que un niño insulte a otro por el color de su…

   «[…] juzgamos distinto a quienes consideramos diferentes desde el día en que nacemos»

   …hostias, la de miradas malas que se va a llevar la neurociencia por decir algo así. Porque en un mundo en el que importa más poner una bandera de Francia en Facebook que enviar dinero a una ONG durante años, decir algo políticamente incorrecto es casi como una sentencia de muerte.

   Lo cierto es que, aunque no nos guste demasiado, un niño pequeño tiene mucho más derecho a ser racista que un adulto, lo que no justifica ni uno ni otro comportamiento. Los adultos somos los que nos comportamos realmente mal si cedemos a nuestra programación básica.

   ¿Que el otro es diferente? Claro, ¡es obvio! Su pigmentación es más oscura, el cabello quizá un poco más rizado (no, no mucho, pasamos muchos siglos copulando entre nuestras etnias como para evitar ser demasiado diferentes), es muy posible que su acento o incluso el modo de comportarse sea diferente.

Entonces, ¿los genes nos han preparado para ser racistas?

   Retrocedamos un poco. Entre 10 000 y 200 000 años. Sé que es un rango amplio, pero los científicos se pasan demasiado tiempo insultándose los unos a los otros como para acertar más. Retrocedamos a un punto en que la vida de las personas estaba realmente en peligro. Ya sabéis, antes del iPhone 6 y del Ice Bucket Challenge, cuando un constipado podía matarte, y hablar con alguien desconocido o de otra tribu era casi como constiparse con una lanza atravesándote la cabeza.

   Desde que existe la vida –podríamos decir– ha habido un imperativo evolucionista: si es diferente, no te acerques a menos que puedas matarlo. Es así, y si no preguntadle al dodo. Ah, no, que no podéis porque el dodo era un ave más bien confiada y murió por eso.

   Durante miles de generaciones los ancestros que han sobrevivido eran aquellos que mataban a los que eran diferentes. ¿Quién se extraña entonces de “donaldtrumpenses” en el mundo? El odio, al parecer, no es una elección que podamos tomar, sino más bien un imperativo a nivel celular. Pues vaya.

   Pero, ¡oye!, que igual lo que sí podemos elegir es no hacerles ni caso y evitar comportarnos como animales, ¿no?

¡Puto moro de mierda!

   ¿Os acordáis? Es la frase con la que he abierto este artículo. No pregunto que levante la mano quien la haya oído porque dudo que haya alguien exento de ello. Al menos, si ha jugado en el patio de un colegio.

   Aquí una noticia bomba: esas frases de odio van a seguir sonando durante generaciones. Hoy son los africanos, mañana los gordos, puede que durante un tiempo le toque el turno a los que llevan gafas… Quién sabe. Los niños tienen mucho bueno dentro, pero pocos dudan que a nivel muy básico son casi animales. Y, en sus formas, sin el casi.

   Que un niño insulte a otro en el patio de un colegio o en cualquier otro ámbito no es malo per sé. El chaval lo lleva dentro, como agarrar con fuerza el bocata de fuagrás o lanzar petardos en Navidad. Es una jodienda, una indecencia social y una tragedia para nuestra sociedad, pero no es malo. Lo realmente atroz es que no se le corrija ese defecto de fábrica que tenemos los humanos bien grabadito en el ADN. Que no se le siente y se le explique que sí, que es diferente, pero que no tiene por qué tenerle miedo. Es muy probable que esa persona a quien insulta sea igual de bobo que el que lo hace, y que esté deseando soltar improperios sobre «lo blancucha que tiene la piel el muy occidental…»

   El racismo, a un nivel primario, es pánico puro al diferente. Miedo a que sea él o ella el que nos ataque a nosotros, porque es lo que nos dice nuestro ADN. Desconfía del diferente, susurra, y se queda tan ancho mientras nosotros nos volvemos gilipollas.

   La sociedad fomenta que lo seamos. Gilipollas, digo. De modo que, cuando veas un acto similar al que encumbra el artículo, piensa antes de juzgar. Hazlo, por supuesto, pero ten en cuenta dos puntos muy importantes: el primero es que esa persona tiene miedo a un nivel básico que ni siquiera entiende; y el segundo, que todos podemos ser convencidos para no odiar.

   A veces basta con sentarse a leer un buen libro y dejar el odio de lado.

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