La primera historia literaria del mundo es una road trip con la muerte de por medio. Se escribió en sumerio, en tablillas de arcilla, usando escritura cuneiforme, entre los años 2.500 y 2.000 a.C. Trata sobre un rey llamado Gilgamesh que emprende un viaje colosal en busca de la inmortalidad. «Temí a la muerte más de lo que nadie / la haya temido nunca, y fui al extremo / del mundo en busca de la medicina / que me hiciese inmortal», condensa la obra Luis Alberto de Cuenca en unos versos memorables. A partir de ahí, como diría Borges, se han practicado en la literatura infinidad de variaciones del mismo símbolo esencial, del idéntico viaje original, del Ulises de Homero al de Joyce. La historia de la literatura misma, al completo, se puede glosar como un monumental viaje. Emily Dickinson, que lo sabía, escribió aquello de que «para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro».
Con este equipaje a sus espaldas, decir que de Isaac Belmar es una novela de viajes no resulta algo especialmente brillante. Como tampoco lo es aclarar que el relato trata sobre un caminante que parece haber perdido su vida, si es que eso es posible y compatible con hacer camino, y que deambula, como un muerto viviente, hacia algún lugar en el norte. La sinopsis que hay en la contracubierta ofrece algunos datos más, pocos pero esclarecedores. Como ocurría con Perdimos la luz de los viejos días, obra que le valió a Isaac el accésit del Premio Oscar Wilde de Novela Breve, la acción transcurre en un espacio y en un tiempo fantasmagóricos. Aunque todo suceda en lugares reales, como Valencia, Madrid o Galicia, hay en la narración un espíritu distópico, como si se tratara de un infierno swedenborgiano del que los personajes no pueden escapar.
Tengo que admitir, no sin cierto pudor, que al leer Tres reinas crueles sospechaba a cada página que había entre líneas mucho más de lo que se narraba en la historia. Suele pasarme con Isaac Belmar. Es un autor tan simbólico que difícilmente se agota en una primera o en una segunda lectura. Es por eso que leí la novela con el entusiasmo con que se lee algo que está bien escrito y que se intuye extraordinario, pero con la sensación de que algo se me escapaba de las manos. Así fue hasta el primer párrafo de la página 247 ‒el libro tiene 257‒. Las cinco primeras líneas de esa página ponen al descubierto la dimensión simbólica del libro y todo empieza a encajar, aunque es necesaria una relectura para colocar cada pieza en su sitio.
Como una buena novela de viajes, Tres reinas crueles es un canto nostálgico al camino. En mitad del recorrido el simbólico personaje de un maestro afirma: «Ahora sólo hay destinos, pero el camino entre ellos ha dejado de importar. Era un obstáculo que eliminar, porque enseñaba cosas, cosas que no interesaban… viajar es lo contrario de lo que era, ahora te encierras en algo, bien sentado, bien quieto, y tras un tiempo en el que te dejan mirar por la ventanilla como consolación, llegas adonde se supone que debes». Y más adelante el propio protagonista reconoce: «caminar cura… es algo que perdimos y echamos de menos, aunque no lo sepamos». Esta novela es exactamente todo lo contrario. A pesar de su tenebrosidad ‒como tiene que ser con la muerte sobrevolándolo todo‒, es un regocijo constante en el camino. Si Moby Dick es importante es porque sirve para entender la obsesión del protagonista por lo remoto, como si fuera lo lejano lo que le salvara, aunque también está presente la idea de que ese destino se desbaratará en el momento exacto en el que lo alcance.
Otra punto a favor de Tres reinas crueles es que es una novela llena de referencias literarias. La primera y más evidente es En el camino de Jack Kerouac, que aparece en varias ocasiones. No se puede hacer una road trip en condiciones sin rendir tributo a los grandes, aunque sea para desmitificarlos. «Esto es la vida: camino y celebración», dice Isaac en la primera página del libro, en un evidente guiño a la novela beat por excelencia. Aunque más que Kerouac, en Tres reinas crueles hay mucho de La carretera de Cormac McCarthy. No solo porque los protagonistas de ambos libros sean caminantes, sino por el ambiente grisáceo y apagado, por la oscuridad de los personajes, dominados muchos de ellos por un sentido del absurdo muy beckettiano ‒no por casualidad uno de los capítulos se titula «Esperando a Godot»‒. Y también hay mucho Stevenson. Quizá alguien se atreva algún día a afirmar que lo que James Joyce hizo con el Ulises de Homero Isaac Belmar lo ha hecho en gran medida con El club de los suicidas. Yo, por mi parte, me limitaré a señalar otras referencias menos ambiciosas del mundo del cine, como El séptimo sello o Intacto.
De cualquier modo, Tres reinas crueles no es un libro que se entregue al lector con facilidad. Uno piensa que lo va conquistando, porque la prosa de Isaac Belmar va a lo esencial y huye de lo pretencioso, porque su ritmo es rápido, los capítulos son cortos y se va avanzando a buen paso. Pero lo de digerir lo que hay bajo el texto ya es otra cosa distinta. Su mensaje, lleno de símbolos, va calando de alguna manera y uno siente que así es como debe ser. El resultado final puede ser un optimismo al nivel de McCarthy o de Beckett, lo cual no es decir mucho. Pero como dejó escrito Frank Kafka, «si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?». Solo por eso ya merece la pena leer Tres reinas crueles.
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