Para alguien que está preso, los libros pueden convertirse en el mejor camino hacia la libertad. Al fin y al cabo, el conocimiento es algo que nadie puede arrebatarle a un ser humano. ¿Qué mejor forma puede haber para reconducir la vida de una persona, para abrirle los ojos, que la literatura? Muchas de las personas que acaban en una prisión provienen de familias desestructuradas o barrios marginales y lo hacen porque nunca han tenido una oportunidad. Es probable que nadie haya creído nunca en ellos y por eso, cuando se les pone un libro en las manos, pueden llegar a valorarlo de una forma totalmente distinta a como lo haría alguien libre. Que los presos tengan acceso a una biblioteca es algo que redunda en beneficio de todos.
Sin embargo, ¿tiene igualmente sentido que tengan acceso a cualquier tipo de libro? En el sistema carcelario de Estados Unidos la respuesta es clara: no. Las directrices que siguen las prisiones estadounidenses para prohibir el acceso a determinados libros se basan en el único criterio de mantener alejado a sus presidiarios de aquellos libros que promuevan o se regodeen en el comportamiento criminal. Lo que ocurre es que, al ser la literatura ficción, los libros que entran dentro de esta categoría no siempre están claramente delimitados. Esto ha llevado a una situación en la que, dependiendo de cada estado, las prisiones tienen una política de selección y prohibición de libros diferente, con reglas no del todo claras ni evidentes. Esto ha derivado en situaciones realmente absurdas, como que se hayan prohibido autores de hace siglos, clásicos o escritores premiados con galardones tan reconocidos como el Pulitzer o el National Book Award.
Uno de los sistemas penitenciarios más estrictos es el del estado de Texas. Tan restrictivo es que el diario The Guardian no ha dudado en calificarlo como lo más parecido que puede haber a «vivir en la Edad Media». Y es que la base de datos de libros que no se permiten en las prisiones de este estado forma un inmenso y aleatorio Índice de libros prohibidos con más de 15.000 títulos, que está en constante crecimiento. La ordenanza de prisiones deja claro que se excluyen aquellos libros que tengan escenas gráficas de «conducta sexual que viole la ley», como «violaciones, incestos, pedofilia, zoofilia, necrofilia o sadomasoquismo». Tampoco se aceptan libros que contengan instrucciones sobre cómo fabricar armas o drogas, ni sobre cómo escapar de una cárcel o planificar el crimen perfecto.
Hasta aquí el criterio podría parecer bastante razonable, pero en la práctica se excluye de las bibliotecas cualquier libro que contenga un mínimo de violencia o que produzca incomodidad, lo que equivale a dejar fuera de juego a cientos, por no decir miles de libros, que utilizan la ficción como motor creativo. Supone prohibir Mitología de Grecia y Roma en las cárceles de Arizona por ser demasiado explícito sexualmente. O prohibir libros que hoy en día están considerados como literatura de calidad, como El color púrpura de Alice Walker, American Psycho de Bret Easton Ellis, Trópico de Cáncer de Henry Miller, Big Sur de Jack Kerouac, Los versos satánicos de Salman Rushdie, El francotirador de Kurt Vonnegut, Pastoral americana de Philip Roth o Delta de Venus de Anaïs Nin. Habría que añadir además otras novelas de autores como Norman Mailer, Joyce Carol Oates, John Updike, Chuck Palahniuk, Art Spiegelman, Gustave Flaubert, Mario Vargas Llosa, Tom Wolfe, Flannery O’Connor, Sinclair Lewis o Gore Vidal. Pero lo más sorprendente es, quizá, es que se hayan prohibido obras como La divina comedia de Dante, una recopilación de bocetos de Leonardo da Vinci o una colección de sonetos de Shakespeare. Esto ocurre porque los criterios para decidir qué libros se permiten no siempre son transparentes. Que el empleado de turno esté de mal humor o que no le caiga bien el prisionero al que va destinado un libro puede ser suficiente para que entre en el Índice. En el caso de los sonetos de Shakespeare, por ejemplo, bastó con una cubierta en la que se mostraba un desnudo.
Si el libro muestra una visión incómoda de un grupo racional, étnico, político o religioso, tiene muchas papeletas para que sea prohibido. Una decisión tan absurda como pensar que por el simple hecho de que un libro muestre las desigualdades del sistema judicial o que se posicione a favor de los blancos en lugar de los negros, los presos no puedan tener el criterio para decidir qué es lo correcto y qué lo incorrecto. Quizá una posible solución podría pasar por restringir el acceso de determinados presos a los libros en los que se traten temas relacionados con los delitos que les han hecho entrar en prisión. Evitar, por ejemplo, que un criminal sexual acceda a libros de contenido sexual. Para convertir las cárceles en lugares donde las personas puedan reflexionar y arrepentirse de sus errores o donde sea posible reintegrarlos a la sociedad es necesario erradicar de ellas la Edad Media.
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